Están entrando a un lugar lleno de magia donde yo......
Soy anfitriona...Deberán saber que en otra oportunidad ustedes serían mis víctimas pero en esta ocasión solo busco vuestra compañía...Compartir gustos y momentos agradables...Yo los invito a caminar a mi lado en las tinieblas...Yo los invito a entrar...Los guiaré para que vuestros ojos se deleiten ante miles de mundos creados por mágicas manos...Y a veces los dejaré entrar a mi propio mundo que encontrarán en mis palabras... Solo se pide que dejen vuestra huella...Vuestro susurro...Vuestras miradas...En definitiva vuestra presencia para poder existir...Si ustedes están ahí...Yo siempre estaré aquí...Envuelta en tinieblas...
Un saludo muy sincero..

martes, 13 de junio de 2017



estoy ardiendo en versos que no nacen.
Los siento, sin cabeza,
remover el caudal de sangre virgen
- alfilerazos hondos -
en las hebras ausentes de mi alma.
Tiritan las estrellas
y tirita mi cuerpo, azul con ellas.
Los eucaliptos mecen la distancia
que anuncia el contrapunto
del silbido de un tren que se desgarra.
Me faltas.
Como el viento al molino
de alma crucificada, rueda inútil;
torrente de agua oculta
que espera al zahorí de manos blancas
para hacerse paloma.
En esta soledad, sueño contigo...
Entre nubes azules,
mil mariposas ciegas, nos descubren,
la densa geometría
de triángulos rizados que se besan
y deshago amapolas cuyos pétalos, buscan
su tibia sepultura en tu regazo.

Al despertar
- las manos, como ajadas -
mil bocas en mis labios
acechan los caminos de la luna
por los que, a veces, bajas.
Y es en vano la espera,
hundiendo el remo lejos de tu barca.
De piel lamida
por las innumerables
olas del tiempo;
De recuerdos ajados,
sobre las rotas redes
del viejo malecón,
de la niñez.
El crujido de nuestro viejo casco
emerge sobre el vaivén
de articulaciones doloridas;
Sobre ganzúas de amores
inalcanzados;
Sobre la doliente sal
en heridas de ausencias,
que suplican olvido.

De deseos lascivos
con la bocana
repleta de odios;
Con la palabra paz
ENTRE el fuego ardiente
de la santabárbara,
sobre inocentes ojos.
“Gloria in excelsis Deo”
Miembros de un niño
se dispersan a metros
del mascarón,
por una mina
antipersona.

“Benedicamus tibi”
Redes de corrupción
extienden los fantasmas
de la hambruna a dos
tercios del mundo.
“In nomine Patris et
Filii et Spiritu Sancto”
Y en la cubierta,
vestidos de púrpura,
dan su última bendición
a los misiles.

“Caelo tonantem credidimus
iovem regnare”
“Adorote devote
latens deitas”
Navidad marinera
otra vez me engañaste
con tus cantos de sirena.





PRINCESA

-Mi vida está vacía, hermano. La corte, las institutrices, los profesores y libros, nuestras riñas y mamá, tu padre y su corona... hace un tiempo que son una carga demasiado pesada para mis hombros..., hace tiempo que no sirven para llenar mi triste vida.

-¡Pero eres la heredera! El peso de la misma historia descansa sobre tus hombros... ¿cómo no sentirte agobiada? Eso pasará hermana, pronto pasará...
-No se trata de la responsabilidad, Rodrick, ¡se trata de mí! ¡Mira por esa ventana, caballero, y dime qué ves!

Campos de fuentes se extendían hasta el horizonte verdes de flores amapolas, rosas blancas y orquídeas olorosas, sobre un manto de frutales y un sinfin de... jóvenes amantes, parejas de la mano, carreras de enamorados. Los jardines de palacio se abrieron al pueblo que tanto sufrió para sufragarlos en remotos tiempos de oscuridad. Valdemar había sido un rey querido por gestos como este, pensó Rodrick.
-¿Amor?, ¿estás enamorada? -por un momento el niño travieso que se ahogaba en su nuez de adán recordó los tiempos de peleas y burlas. Pero, aunque los hombres jóvenes asisten a su encuentro con una apostura distinta, la llamada del extraño amor no le era del todo desconocida al fogoso galán.

-No te rías pues no lo entiendes. Amor. ¿Cómo voy a estar enamorada? Mírales corriendo libres por los jardines, por el pueblo y sus plazas. Mírales, juntos o separados, como pájaros sin nido, amigos de la infancia o encuentros de baile y fuego. Mírales en sus tímidos besos y corteses brazos, ¡y mírales cómo yo les miro cada día! Yo jamás podré enamorarme entre las rejas de mi prisión y ni un centenar varones engalanados podrán jamás conquistar un corazón aprisionado por el ansia de volar.
-Pero tú serás la reina, podrás escoger entre...

-Calla Rodrick, calla... no lo entiendes. Déjame por favor, te agradezco que hayas venido a verme y creo que a partir de ahora las cosas nunca podrán ser como antes. Vuelve a tus estudios sin miedo y cuidado, la princesa puede que no vuelva a sonreír, pero tampoco llorará más.

-¡Mal de amores! -el rey meneaba la cabeza preocupado, mientras el sonido de reloj de caoba, casi siempre silencioso, penetraba por sus oídos recordándole la muerte de su niña y el nacimiento de una reina. Una reina que, como su vida le había enseñado, no haría bien su trabajo desde el rencor y la tristeza. El peso de la corona no le era desconocido...
-No sé por qué te extrañas, precisamente tú.

Margarita había sido una modesta florista hasta las veinte primaveras. Valdemar había decidido unir su corazón a la aristocrática familia de Ostreich y su padre estaba de acuerdo. O viceversa, lo cierto es que una semana de fiesta nacional aguardaba al encantado, o sometido, populacho, como el abuelo de Raquel solía llamar a sus siervos, ahora ciudadanos. Margarita era la octava de la fila de la izquierda, ni más hermosa ni menos que el resto. Cuarenta zagalas con cuarenta cestos de pétalos rosados. Todas miraban con rubor al joven príncipe pero quizá, sí, quizá hubiera algo diferente en la mirada de Margarita. Algo que taladró el corazón del novio cuando, como conjura universal entre constelaciones astrales, dos pares de almas se fundieron en una mirada indescriptible, capaz de provocar un escalofrío en el futuro rey, que dejó el brazo de su madre para ayudar a recoger los pétalos a la turbada doncella...
Valdemar recordó con una sonrisa tierna ese momento, que siempre le había llevado a preguntarse si había sido él mismo el verdadero causante de tantos cambios en la antigua nación. Apretó el brazo de su esposa y, como tantas veces, se amaron en un apasionado beso.

-A menudo olvido que mi niña es ya una mujer -se disculpó.
-Nunca ha salido de sus fantasías y sus libros de su filosofía. Creo que la llama de la juventud le ha sorprendido más a ella que a ti. Se siente perdida y necesita relacionarse con otros jóvenes.

Una sombra nubló la vista del rey. Su niña, en brazos de otro. Su niña, tan inexperta en el amor a pesar de su aguda inteligencia y divertida ironía. Y tantos buitres, nadie lo sabía mejor que él, sobrevolando el tierno reino. No podía entregársela a cualquiera y menos aún podía ser él quien forzara a su preciosa niña a elegir pareja. No. Se prometió que no lo haría y jamás quebrantará su palabra. Aunque quizá pueda reducir el círculo de futuribles...

Raquel asistía aburrida a la obvia estratagema de su padre, que revisaba con agrado su tarjeta de baile, repleta de nombres pomposos. Quería mucho al venerable cincuentón que tenía frente a ella, pero, con más melancolía que verdadero enfado, desconfiaba sabiamente de las verdaderas intenciones del rey. Cómo le dijo una vez, cuando era pequeña, “primero la corona, luego el hombre”. Claro, para él era fácil decir eso, pensó guiñándole un ojo a su madre, que compartía con maternal amor las dudas de su hija.
Era el quinto baile de temporada que acogía la recargada sala principal del palacio. Valdemar había tenido la “política” idea de organizar recepciones para estrechar los lazos con los embajadores de los países amigos y con los de otros que, plausiblemente, quizá pronto fueran aliados. Los séquitos de cada embajada eran horriblemente aparatosos, “rezuman soberbia y ostentación”, pensaba Raquel, que sonreía con un mal disimulado fastidio las acometidas de hijos de diplomáticos, hijos de embajadores, hijos de reyezuelos e hijos de toda la maraña de buena familia de sangre azul que “casualmente” se adosaba a los bailes estivales, claramente diseñados para “estrechar lazos” entre pueblos distantes.

Embriagada por el perturbador perfume de su última pareja de baile, “debe llevar algún tipo de filtro de amor, Dios mío, cómo apesta este hombre”, empezó a preguntarse si no sería mejor permitir que alguno de sus pretendientes, demasiados como para resultar sinceros, la cortejara, al menos para satisfacer el ego y los planes de su padre, orgulloso de su estratagema a pesar de no haber fructificado todavía. La tristeza seguía enquistada en su pecho, que ahora era admirado sin pudor por el hijo de un importante gobernador europeo, pero la brumosa responsabilidad, ese pesado lastre de la juventud, había cobrado forma desde su charla con Rodrick, al que no culpaba por haber hablado con sus padres. Si ella no podía ser feliz, al menos haría feliz a Valdemar y a su reino, a pesar de la conmovedora comprensión que encontraba en la reina, demasiado consciente a veces de su lugar en este tipo de acontecimientos, anacrónicos comparados con la rutina de palacio.
Pero poco recuerdo de sus antiguas ansias de libertad lograba entresacar de las patéticas conversaciones con sus parejas de baile y “portadores de ponche”, como los llamaba delante de Margarita, que con la más ciega vocación maternal se había volcado en su mujercita, acompañándola sin presionar su corazón.

-Mi país se encuentra entre los más dotados para la guerra de cuantos reinos se hallan representados en este salón. Se podría decir que en ningún otro sitio como en la primera casa de nuestra bella capital estará vuestra cabeza más segura.
-Me halaga tanta preocupación por mi cabeza. ¿Es eso pues lo que más os ha impresionado de mí, tanto es vuestro interés en conservarla?
-Mi país tiene los mas vastos campos y los bosques más frondosos de cuantos habéis estudiado en vuestros libros de geografía. Su riqueza es legendaria, y, si aceptarais venir a visitarme con vuestras damas de compañía, podría mostraros los hermosos pastos y su rico ganado.
-¿Visitaros con mis damas de compañía?¿Acaso os habéis fijado en alguna de ellas? ¿Leocadia quizá?

“Dos menos”, pensaba Raquel mientras miraba divertida a la anciana matrona que había cambiado sus reales pañales de raro algodón hace no demasiados lustros. La digna y buena Leocadia. No quería casarse con un país entero, sino... Una pareja de novios paseando por los senderos de sus jardines, al pie del gran ventanal de su cuarto, caminos de abrazos y hojarasca, de mutuo descubrimiento. Eso es lo que ella quería... ¿Cómo trasladar la trémula emoción de lo desconocido a esos galanes mecánicos, hijos de sus padres, más interesados en su escote y la dote prometida que en paseos de la mano?
-Os ofrezco la adoración de cien millares de súbditos deseosos de una reina. Fui hijo único de una madre poderosa y siglos de historia contemplan sobrias regentes en el trono de mi patria. En ningún otra nación seréis adorada con mayor devoción que...
-Joyas, vestidos y doncellas obedientes, no como esas damas asalariadas que murmuran a vuestra costa en esta desarraigada monarquía, allí serán vuestras esclavas y...
-Viajaréis a los más recónditos y exóticos lugares de la tierra, donde podréis saciar vuestro conocido espíritu aventurero en las rutas comerciales que mi país...
-Millones de ducados de los bancos nacionales estarán a vuestra disposición... ni apestosas vacas ni débiles caballos, la fuerza de la riqueza de mi nación no necesita ejército pues sus arcas llenas colmarán...

-¿Has hecho ya una lista entre los jóvenes? Supongo que será difícil elegir entre tanto guapo mozo ¿eh?
-Sí, es difícil padre... Todos tan bien vestidos, perfumados y enmascarados...

-¿Te gusta entonces la fiesta de hoy? Pensé que un baile de disfraces sería una buena manera de que los jovencitos, todos abrumados por la belleza de la chica más guapa del baile, mostraran sus virtudes sin apellidos...
Raquel sabía que las intenciones de su padre eran buenas. Buscaba encontrar el equilibrio entre su fe más pura en el amor verdadero y su labor como rey y padre de reina. Pero, en el fondo, ella jamás elegiría libremente a ninguno de los príncipes del salón de baile, por más que su padre se esforzara en disfrazar la verdad.

El desfile de comparsas se sucedió lleno de discursos pulidos y promesas señoriales. Fastuosas carrozas tiradas por elefantes pasaban por sus pies, coros de barítonos la despertarían cada mañana, mientras maestros cocineros preparaban los más selectos manjares y las voces más agraciadas recitaban los más hermosos poemas. Baños de espuma con sales de oriente y blancos caballos árabes para elegir...para cabalgar con los mejores instructores de toda, los más grandes de todo, los mejores, la mejor, la mayor, el más, la más... La melancolía hacía escocer sus ojos tras la máscara de cisne.
Un nuevo príncipe se le acercó, o quizá hijo de alguna exótica república tiránica...

-Hola -dijo el desconocido, tras una gran cabeza de lobo.
-Hola, caballero, ¿disfrutáis de la fiesta?

-Más disfruto de vuestra belleza, la velada se oscurece a vuestro lado.
-¿Mi belleza?¿Os habéis enamorado de mi máscara, o acaso os gustan más los cisnes que las damas?

-No necesito divisar vuestro rostro para admirar a una beldad como vos. Incluso si no hubiera visto vuestra cara de ángel y oído vuestra risa de sirena cada día en este palacio de piedra seguiríais siendo la luz de la fiesta y quizá del mundo.
-¿Cada día en palacio? -se sobresaltó Raquel, demasiado acostumbrada a galanes extranjeros. Sí, había muchos varones en el palacio y muchos de ellos compartieron ratos de ocio en su primera infancia, antes de resultar amistades inapropiadas... mozos de cuadra y aprendices de las más diversas labores artesanas, ¿quién sería este apuesto galán? Raquel notó un desconocido rubor en sus ocultas mejillas.

-Podéis apostar vuestros oscuros ojos, que compararía con las más hermosas gemas del océano si no fuera imposible confrontar la vida que escapa en cada brillante mirada vuestra con la fría piedra, por más preciosa y valiosa que esta sea.
-Así pues, os gustan las gemas... a pesar de usar la palabra de modo inapropiado para un simple empleado de palacio, suponiendo que no me engañéis. ¿Acaso pretendéis conquistarme?

-Vos lo habéis dicho. -la osadía del muchacho y su escueta respuesta encendieron aún más el demasiado mortecino rostro de la antes siempre sonrosada princesa.
-Ah, bien. Así que esa es vuestra intención... ¿Y qué me ofreceréis vos para que acceda a vuestros deseos? ¿Por qué debería preferir a un desconocido de mi propio palacio antes que a los hijos de la más poderosas potencias de la tierra, que ponen a mis pies el más nimio deseo que salga por mi boca? ¿Qué me daréis vos?

-Nada. No os daré absolutamente nada.
-¿Cómo? -el desconcierto borró por un momento la habitual dialéctica de Raquel.

-Si acaso accedierais a ser mi esposa, nada recibiríais de mí y sin embargo mucho tendríais que darme. Mis brazos vacíos sería todo lo que encontraríais cada mañana al despertar, mi boca hueca cada noche antes del descanso, descanso necesario tras una dura jornada de esfuerzo y trabajo. Los dos. Vacío me entregaría a vos y sería vuestro amor sin condiciones lo que quisiera encontrar, mi alma muerta vuestra por siempre para que la regarais con la pasión que nadie os pide y que siempre habéis querido dar. Entiende por fin, joven bella, que nada queréis de los demás y ningún consuelo encontraréis en el enlace pactado o el regalo real. Aquí tenéis todo lo que siempre habéis deseado, alguien a quien dar todo el amor que os quema las entrañas.
Raquel se quedó muda ante el discurso del desconocido. Un extraño sudor recorrió su frente y una ventana se abrió en el fondo de su corazón. Su mente ciega al fin comprendió cuanta razón tenía el joven desconocido y no ansiaba otra cosa que arrancar la máscara que cubría su rostro y ver los ojos de quien había logrado con tal certera puntería abrir los pesados candados de su más íntimo ser.

No tuvo que esperar mucho, pues la señal convenida para el desenmascaramiento, la medianoche de brujas y hechizos, tronó cantarina en el reloj de cuentos y hadas. Rodrick apreció sonriente tras la cabeza lobuna.
-Hola hermanita -saludó jocoso, quitando la delicada cabeza de cisne del rostro de Raquel.

-¡Rodrick, maldito bastardo hijo de mil sapos pero qué...! -borbotó encendida de rubor la joven niña que aún vivía en el pecho de la desdeñosa princesa cortejada-. Esta es la más sucia jugarreta que jamás... pero... ¡y pensar que creí en tu cambio de actitud!
-Calla y escúchame. Sabes que lo que acabo de decir es cierto y mi rostro y malicia no cambian un ápice la verdad del secreto de tu melancolía. Siempre miraste a mamá y admiraste su capacidad de sacrificio, la fuerza de voluntad con la que abandonó el libre camino de felicidad que tú tanto envidias del pueblo llano. Por amor. ¿No te das cuenta de que tú quieres hacer exactamente lo mismo? Sólo que no necesitas un zalamero cortesano que te pretenda para atajar de una vez la acerba amargura de tu vientre y tu pecho. Sabes lo que debes hacer y sabes que no será una irresponsabilidad ni para tu padre ni para tu rey. Mírame, Raquel, y sabrás que no miento.Margarita acariciaba con cariño la pierna de su hija mientras sujetaba la brida de un modesto percherón, el favorito de su hija a pesar de su indefinido pedigrí.

-Supongo que eras tú quien debía darse cuenta, aunque me sorprende la osadía y el ingenio de tu hermano. Jamás pensé que pudiera bucear así en sentimientos que yo siempre pensé que eran patrimonio de la mujer. Y antes que reina eres mujer, como antes que plebeya yo fui mujer.
-Papá, no ha venido a despedirse...

-Sabes que jamás hubiera podido venir tan bien como sabes que te quiere más que a nada en esta tierra, incluso creo que te quiere más que a mí... una vez que se dio cuenta de que yo no necesitaba ya de su protección y tu sí. Por eso le duele que escapes ahora de sus brazos. Pero te entiende, tan bien como te entiendo yo o tu hermano Rodrick.
-Será un buen rey.

-Sí, lo será... si te das prisa podrás cruzar la frontera sin despertar muchas sospechas... No sé si volverás alguna vez, pero nuestros brazos están abiertos para la princesa de nuestro corazón. Espero que encuentres lo que buscas.
-¡Ya lo he encontrado!, -gritó Raquel, tomando la brida y espoleando al caballo-. ¡Ya lo he encontrado, mamá!




Prólogo LA CISNE

Oigo el dulce canto del cisne
En el umbral entre el día y la noche,
Ya quien debería guiar
A la reina de la fortuna, el cisne blanco

Highlands, Escocia. Invierno de 1286

—En tiempos de las brumas —dijo el seanachaid—, cuando las hadas danzaban en lo alto de las colinas de las Highlands, una dama vivía en una fortaleza de bronce y plata, en la isla de un lago. Su corazón no se había abierto a nadie, hasta que cierto guerrero la cortejó y ganó su amor.
Gabhan MacDuff, nieto del seanachaid e hijo de un guerrero, bostezó, tumbado boca abajo junto al fuego del hogar. Sus padres estaban sentados cerca de él con otros parientes y varios criados, y todos permanecían en silencio, escuchando. Gabhan apoyó la cabeza sobre sus brazos cruzados y observó las llamas, que danzaban ante sus ojos.
—Su amor resplandecía como un arco iris —prosiguió su abuelo—. Y todos los que los conocían admiraban su manera de amarse. Iban a casarse... él, oscuro como un cuervo; ella, etérea como un cisne.
Ante la mención de aquel amor, Gabhan arrugó la nariz. Su padre, sentado cerca de él con las botas puestas y las piernas estiradas hacia el fuego, soltó una leve risita. Le acarició a Gabhan la cabeza con su enorme y gentil mano, recordándole que debía mostrar mayor respeto.
—Pero un hombre, un druida, los odiaba en secreto. Quería la dama para sí, y su corazón se había vuelto cada vez más negro y duro de tanto anhelar lo imposible. Juró que, si él no podía tener a la dama, nadie la tendría.
—La víspera de la boda, el druida salió al encuentro de la luz de la luna e hizo un maleficio. Tomó una flecha encantada y la lanzó hacia los cielos. Las nubes se arremolinaron y estalló una increíble tormenta. Las aguas del lago se tragaron la isla, y los relámpagos destrozaron la fortaleza, cuyos muros se desmoronaron hacia las profundidades del lago.
A Gabhan le gustó esa parte de la historia, la de la destrucción de la fortaleza. Levantó un poco la cabeza, la apoyó en una mano y miró a su abuelo. Este era atractivo, como el padre de Gabhan, con los ojos azules y el pelo, aunque antaño negrísimo, inmaculadamente blanco. Los ojos de Gabhan, sin embargo, eran marrones, como los de su madre, inglesa; pero a pesar de ello, su aspecto era el de un auténtico Highlander.
—Todos los que vivían en la fortaleza se ahogaron la víspera de la boda —continuó Adhamnain MacDuff—, y el guerrero de cabellos de azabache y la pálida dama también desaparecieron en el fondo del lago.
Gabhan frunció el ceño. No le gustaba imaginar al guerrero y la dama tragados por las turbulentas aguas. Atendió, con la esperanza de escuchar que se habían salvado.
Sentada junto a su padre, su madre le sonrió, y luego miró con ternura a su marido. Gabhan sabía que su madre había abandonado a su familia inglesa para viajar hasta el castillo de Glenshie y vivir con su marido Highlander, que también se llamaba Adhamnain, aunque los suyos lo consideraban un salvaje y un hombre indigno de ella. Ahora, su delicada mano descansaba sobre el fuerte hombro de su marido, su rostro resplandecía de felicidad y sus brillantes ojos reflejaban serenidad.
Gabhan, nervioso, miró a su abuelo. No quería que la historia acabara en un desastre.
—Pero los corazones de ambos amantes eran puros, y la fuerza de un amor compartido es invencible y no puede ser destruida. Un amor como el de ellos es capaz de hacer magia, y eso fue lo que los salvó... en cierto modo. Cada uno de los que se ahogaron aquel atardecer se convirtió en un cisne —dijo el abuelo, inclinándose hacia delante—. La dama y el guerrero se transformaron en los más bellos y elegantes de todos los cisnes encantados del lago.
—El druida, al ver las aves, y reconocer las que ocupaban el centro de la bandada, supo que su malévolo plan había fracasado, porque no había logrado separarlos. El druida abandonó aquellas tierras. Los descendientes de aquellos cisnes aún viven en el lago, y la magia y el misterio de aquel lugar perdurarán para siempre. Y se dice que, algunas veces, bajo cierta luz, pueden verse los muros de la hundida fortaleza... pero sólo la ven aquellos cuyo corazón se ha abierto a un gran amor. —Volvió a apoyar la espalda en la silla, sonriendo.
—¿Qué fue del druida, abuelo? —preguntó Gabhan.
—Algunos dicen que todavía vive, porque ha descubierto el secreto de la vida eterna, y que algún día volverá para reclamar para sí a la Doncella Cisne.
Gabhan se estremeció ante la idea:
—Yo conozco ese lugar —dijo—. Se llama Loch nan Eala, el Lago de los Cisnes. No está lejos de aquí. Mi padre me llevó a ver los cisnes. Hay un castillo a orillas del lago, llamado Dün nan Eala, y en él vive una familia. Y mi madre me ha dicho que, una vez, ella y mi padre vieron la fortaleza brillando en el fondo del lago.
El abuelo sonrió:
—Desde luego, si alguien lo ha visto alguna vez, seguro que han sido ellos —repuso, guiñando un ojo a su hijo y su nuera—. Se dice que, a veces, el guerrero y la dama llegan a la orilla y abandonan sus plumajes de cisne para recobrar su forma humana durante unas horas. Buscan el modo de romper el maleficio. Si algún día lo encuentran, volverán a ser libres.
—¿Puede romperse el maleficio, abuelo?
—Dicen que un guerrero que conozca el verdadero amor debe cazar al vuelo una flecha encantada y lanzarla al centro del lago, justo al revés de cómo la lanzó el malvado druida —respondió el abuelo.
—Ah —exclamó Gabhan—. Yo podría coger una flecha encantada al vuelo.
—¿De veras? —El viejo Adhamnain sonrió—: Es muy difícil.
—Pero yo podría hacerlo —insistió Gabhan, seguro de sí mismo.
La sonrisa del abuelo se ensanchó aún más:
—Las flechas encantadas son muy difíciles de encontrar. Y los cisnes son felices en ese lago, después de tanto tiempo.
Gabhan asintió con la cabeza, y volvió a apoyarla en sus brazos, mientras su abuelo se volvía para murmurar algo a sus padres.
Aunque Gabhan escuchaba atentamente, entendió muy pocas palabras de aquella conversación. Hablaban de la reciente muerte del rey de Escocia, y de la lucha con el rey inglés, que había enviado sus tropas hacia el norte. Los ingleses no tenían ningún derecho sobre aquellas tierras, insistía su padre. Una justa rebelión se había levantado en Escocia, y él lucharía en el frente de la batalla, si era necesario, para proteger a Escocia, su hogar y su gente.
Era muy tarde, y Gabhan estaba cansado; y el agradable calor del fuego y las voces que ahora cuchicheaban, monótonas, le hicieron caer dormido en un instante. Soñó con un lago que brillaba al sol y sobre el cual se deslizaban blancos cisnes. Él también era un cisne, y nadaba junto a una hermosa hembra. Sus cuerpos se veían reflejados en el nítido espejo del agua. Una cadena de oro rodeaba su garganta, y también la de ella, uniéndolos a ambos. Gabhan sentía el suave tirón de los eslabones mientras flotaba sobre las frías aguas junto a su compañera.
De repente, unos nubarrones de tormenta cubrieron el lago, y Gabhan extendió sus alas. A su lado, la bella cisne hizo otro tanto. Despegaron de las aguas como uno solo, con la cadena colgando entre ambos cual una cinta de rayos de sol. Huían de la tormenta, pero esta los alcanzó con su terrible y sombrío vendaval. Estallaron los relámpagos, las nubes se arremolinaron hasta semejar enormes piedras, y el viento los arrastró hasta el gélido abrazo de las aguas.
Gabhan se despertó con un grito, y enseguida sintió sobre su cabeza la mano grande y amable de su padre, calmándolo.

No mucho después de aquella noche, Gabhan cabalgaba por las laderas cubiertas de brezos, descendiendo, alejándose de Glenshie, junto a su madre, que lloraba, su doncella, de semblante taciturno, y un anciano sirviente. Los tres abandonaban las purpúreas colinas, los rápidos riachuelos, la torre de roca que había sido su hogar. Su madre decía que se iban a Inglaterra.
Su padre estaba muerto. Había sido asesinado. Gabhan no podía pensar en ello, porque el dolor era demasiado profundo. El castillo había sido atacado, y su abuelo había muerto también. Su madre se había llevado a Gabhan a toda prisa, en una desesperada huida en plena noche, mientras se oían gritos tras ellos, y les llegaba el olor del humo. Gabhan no entendía casi nada, o nada, de lo que había pasado.
Sin embargo, contenía las lágrimas y cabalgaba con la cabeza erguida. Decidido a defender a su madre, a sabiendas de que su padre habría esperado eso de él, empuñaba su espada de madera, apuntándola hacia delante. La doncella le dijo que la bajara antes de que le hiciera daño a alguien. Pero su madre sonrió tristemente, le agradeció su valentía de caballero, y le dejó seguir empuñándola.
Al llegar a la frontera con Inglaterra, su madre le ofreció su paño de tartán rojo, regalo de su padre, a la mujer de un granjero, a cambio de una casaca marrón que le sentaba a Gabhan como un saco. Luego, le dijo a Gabhan que, a partir de aquel momento, tan sólo debían hablar en inglés. Dijo que no volviera a hablar en gaélico jamás, y que su nombre sería Gawain, y no Gabhan MacDuff.
Gabhan asintió obedientemente, con la espada de madera a punto, y la espalda muy recta. No entendía lo que su madre le pedía, y echaba tanto de menos a su padre que sentía el mismo dolor que si estuviera enfermo. Pero quería a su madre, e iba a hacer todo lo que ella le pidiera. La tristeza que se adivinaba en los ojos de ella era pareja al dolor que él sentía en su corazón. Y Gabhan tan sólo quería ver a su madre sonreír de nuevo.
Los parientes ingleses de su madre eran unos desconocidos, pero muy amables; y las colinas que se erigían junto al castillo de los abuelos de Gabhan eran bajas, verdes y bonitas, aunque no tan hermosas como las que rodeaban Glenshie. A Gawain le gustaban los caballos de largas patas, los perros y los gatos que sus tíos y abuelo tenían, y a menudo paseaba hasta un río cercano para ver los cisnes que en él vivían. Eso era lo que más le recordaba a su hogar.
Al cabo de un tiempo, su madre se casó con Sir Henry Avenel, un atractivo caballero viudo que la hacía reír, y que tenía tres hijos pequeños. Con sus hermanastros menores, Gawain hacía recados para los caballeros que entraban y salían del castillo de Avenel. Fascinado por sus armaduras, sus caballos y armas, y por las interminables historias sobre sus nobles hazañas, Gawain anhelaba convertirse en caballero.
Nadie le volvió a hablar jamás de Glenshie o de los MacDuff. A veces, Gawain veía a su madre mirándolo con tristeza, pero si él le preguntaba algo, ella tan sólo sacudía la cabeza y se alejaba.
En secreto, Gawain solía pensar en Escocia, y sus recuerdos eran nítidos. Tenía la intención de volver a Escocia algún día, y encontrar el castillo de Glenshie para reclamar su derecho sobre aquellas tierras y su título. Gawain sabía que aquel asunto debería esperar hasta que él hubiera crecido y se hubiera convertido en un caballero, en el dueño de su propia vida y en el defensor de sus semejantes que tanto anhelaba llegar a ser.
Creció, y se hizo un joven alto, con gran fortaleza de cuerpo, corazón y alma, y sintió que los sueños de cuando era un crío se desvanecían. Finalmente, se arrodilló ante el rey de Inglaterra para ser nombrado caballero. Prometió fidelidad y juró actuar siguiendo los principios de los verdaderos caballeros.
Cuando por fin volvió a Escocia, cabalgaba tras su rey, bajo el estandarte de los Dragones, el símbolo de la destrucción.

Capítulo 1 Pertshire, Escocia. Primavera de 1300

Las llamas parecían derramarse hacia arriba, fieras y bellas, y lamían delicadamente el marco de la puerta. Juliana, parpadeando con fuerza a causa de la intensa luz, se tambaleó hacia atrás cuando una auténtica alfombra de fuego se extendía sobre el suelo de junco trenzado. Corrió hacia la ventana de su habitación y se giró, vacilante.
Desde algún lugar del piso de abajo le llegó un crujido: el incendio engullía otra porción del castillo de su padre. Sin dejarse vencer por el pánico, se recordó por qué había vuelto a aquel castillo contra la voluntad de su madre justo en el último momento, cuando ambas estaban a punto de huir de él por la portezuela trasera. Tenía dieciséis años, ya era una mujer adulta, le había respondido a su madre; no le pasaría nada, y volvería pronto.
Ahora, sin embargo, temía que su huida fuera imposible. Contuvo las ganas de gritar. Mantén la calma, se dijo. Había vuelto allí para rescatar a sus pájaros, y eso era lo que debía hacer.
Rogó fervorosamente por que su madre y el resto estuvieran ya a salvo en el bosque. Los enemigos se encontraban ante las puertas de Elladoune como lobos hambrientos: lobos ingleses con flechas de fuego que, deseando caer sobre los rebeldes escoceses, estaban a punto de entrar en el castillo.
Juliana tenía que encontrar como fuera el modo de salir de allí, pero antes tenía que liberar a sus palomas y a su pequeño cernícalo; había criado a las palomas desde que salieron del huevo, y había cuidado al cernícalo herido hasta que su ala se curó, y no iba a abandonarlos ahora. Corrió hacia las jaulas mientras un espeso humo oscuro invadía la habitación.
Llevó, una a una, las dos pesadas jaulas de madera hasta colocarlas sobre el baúl, también de madera, que había bajo la repisa de la ventana. Abrió las portezuelas e hizo salir a los pájaros. Uno a uno, las aves saltaron fuera de las jaulas y salieron por la ventana, hacia su libertad.
Una de las palomas, sin embargo, seguía sin moverse del fondo de la jaula. Juliana, manteniendo a calma a pesar del cada vez más angustiante pánico que sentía, consiguió que el animal se dejara guiar hasta la ventana y también huyera. La paloma se alejó revoloteando, un pálido e inseguro trazo en la oscuridad de la noche.
El insoportable calor y el humo abrasaban los pulmones de Juliana, que se volvió, tosiendo, al darse cuenta de que el suelo quemaba cada vez más bajo sus pies descalzos. Iba vestida con tan sólo una camisola de hilo, la única prenda que había podido ponerse cuando su madre la había despertado.
Miró hacia la puerta envuelta en llamas y se dio cuenta de que no podría salir de allí más que por la ventana. Sus aves habían huido volando, pero ella tendría que hacerlo lanzándose de cabeza al lago, en una caída peligrosa sobre el acantilado. Se asomó por la ventana, tomó una gran bocanada de aire fresco y miró hacia abajo.
El cielo de medianoche, que jamás era completamente negro en verano, relucía, temible y misterioso, y el lago aparecía oscuro y profundo bajo sus pies. El muro trasero del castillo descansaba al borde de un promontorio rocoso justo a orillas del lago. La inmensa ventana, protegida por su privilegiada situación, era realmente un lujo; y su alto arco, dividido y con vidriera en la parte superior de su curvatura, le dejaba a Juliana espacio suficiente para saltar.
La vidriera, sin embargo, se resquebrajó en el mismo instante en que ella miraba hacia arriba, y los pedazos cayeron como una cascada de estrellas fugaces. Juliana se protegió la cabeza, se tambaleó hacia atrás y corrió a ciegas hasta una alcoba que conducía a un pequeño vestidor.
Aquel reducido espacio se mantenía fresco, y por su pequeña ventana, que daba justo encima de la muralla del patio, se colaba el aire puro de fuera. Juliana apoyó una rodilla sobre el banco de roble y estiró el cuello para asomarse al exterior. El patio estaba lleno de hombres, caballos y relucientes armaduras.
—¡Baje, lady Marjorie! —bramó uno de los hombres. Ella lo vio por un momento mientras él cruzaba el patio sobre un enorme corcel negro. Vestido con armadura oscura y capa roja, tenía una apariencia totalmente malévola.
—¡Baje inmediatamente! —gritó de nuevo el jinete. El comandante de la tropa inglesa, cabecilla del asalto al castillo de Elladoune, creía que la madre de Juliana todavía estaba dentro. Pero Juliana tenía la esperanza de que, en aquel momento, su madre hubiera huido ya hacia el bosque y estuviera a salvo con sus hijos menores y los criados.
Hacía muy poco que su madre había despertado a los sirvientes, mientras Juliana reunía a sus hermanitos: un bebé de pañales y un niño llorón que apenas andaba. Los caballeros ingleses habían llegado al castillo de Elladoune para arrestar al padre de Juliana, que hacía semanas que se había ido con sus dos hijos mayores a unirse a las tropas rebeldes. Al descubrir la ausencia de Alexander Lindsay, y sin apiadarse de la familia de este, los ingleses habían atacado el castillo.
La madre de Juliana, de naturaleza frágil, había estado a punto de sucumbir al pánico, y se había puesto a rezar fervientemente mientras intentaba calmar a sus dos hijitos. Juliana sugirió que se dirigieran a la abadía, donde el abad, pariente de la madre, les daría cobijo.
—¡Baje! —ordenó de nuevo el comandante —. ¡Rindan la fortaleza a los caballeros del rey Eduardo, o lo pagarán con sus vidas!
Las flechas con punta de fuego salieron disparadas hacia arriba, impactando en el muro, cerca de la ventana. Sobresaltada, Juliana dio un salto hacia atrás. Sintió un arrebato de furia. De tener su arco al alcance de la mano, habría disparado una flecha directamente al negro corazón de aquel hombre. Era suficientemente diestra para hacerlo. Pero carecía del valor para agredir a absolutamente ninguna criatura, motivo por el cual sus hermanos mayores a menudo la regañaban. Ahora, sin embargo, se sentía capaz de hacerlo.
Tosiendo, salió tambaleante del pequeño vestidor y corrió hacia la ventana, procurando no tocar ningún pedazo de vidrio roto. Se subió al baúl de madera, salió a la repisa y se colocó en el arco de la ventana como si fuera una santa en su hornacina.
El viento era helado, y el lago relucía bajo sus pies, pero ella no miró hacia abajo. Su mirada se fijó arriba, en los cisnes que pasaban volando, con las alas convertidas en oro por la luz de las llamas.
Quieta allí, recordó una vieja historia acerca de una bandada de cisnes que habían recogido a una muchacha con una red y la habían llevado sana y salva hasta su casa. Otra leyenda decía que, muchísimo tiempo atrás, un centenar de personas se había ahogado en aquel lago, y que cada una de ellas se había transformado en un cisne.
El viento hacía que la camisola le golpeara el cuerpo, y que su larga melena ondeara como una bandera dorada. Juliana cerró los ojos, se encomendó a quien fuera que pudiera protegerla y rogó que la primera leyenda, y no la segunda, se convirtiera en realidad para ella.
Dobló las rodillas y saltó hacia delante. Ya flotando en el viento, arqueó el cuerpo y dirigió ambos brazos hacia el agua.

Un ángel salió volando del infierno y se sumergió en el lago. Era, desde luego, la visión más hermosa y terrorífica que él había visto jamás. Gawain corrió hacia allí, con el agua lamiéndole las botas.
Buscó, pero no vio a la pálida y fugaz aparición de la muchacha que se había lanzado desde la ventana de la torre. Algo más de un centenar de cisnes se deslizaban sobre la superficie del lago, que relucía a la luz del fuego, pero Gawain no vio ninguna forma humana entre ellos. Algunas de las aves levantaron el vuelo y planearon en círculos sobre su cabeza.
A su espalda, el crepitar de las llamas se intensificó. Oyó la voz de Sir Walter de Soulis, el comandante, que seguía ordenando a gritos que la dama del castillo saliera y rindiera su fortaleza.
Bastardo, pensó Gawain. En su corazón, esperó que aquella mujer y sus criados, a los que él había visto pasar por delante de una ventana hacía un rato, hubieran podido escapar. Pero sabía que también podían estar muertos en el interior del llameante castillo. Y tampoco estaba seguro de que la muchacha que había visto lanzarse al lago hubiera sobrevivido.
—¡Tú, Avenel! ¿Ha salido esa chica del agua? —gritó uno de los soldados mientras se acercaba corriendo.
Gawain se volvió:
—No. Puede que haya muerto... ahogada.
Llegó otro soldado y observó el lago:
—O se ha ahogado o ha caído sobre las rocas... o incluso puede que la hayan matado esos pájaros. Los cisnes atacan como demonios.
—Sir Walter quiere que la capturemos —dijo el primer hombre—. Dicen que la madre y el resto han huido al bosque.
—Y puede que nosotros encontremos el cuerpo de esa chica mañana —dijo el otro.
Gawain levantó la cabeza y miró a uno de los altaneros cisnes:
—Los escoceses creen que cuando alguien se ahoga, su alma entra en el cuerpo de un cisne —musitó.
—¿Cómo sabes eso tú? —le preguntó uno de los soldados.
—Lo oí decir cuando era un niño. Mi... niñera era escocesa. Existe una leyenda sobre cisnes encantados en este mismísimo lago, si lo recuerdo bien. Según ella, los primeros cisnes de Elladoune, hace muchísimo tiempo, fueron las almas de unos ahogados. Y dicen que cada nuevo cisne es el alma de alguien que ha muerto.
Los soldados intercambiaron miradas:
—A Sir Walter le gustará escuchar esta historia.
—Decidle que la muchacha ha caído al agua y que no ha salido a la superficie —dijo Gawain—. Ha muerto, no hay duda. Un cisne ha levantado el vuelo desde el mismo punto donde ella se ha sumergido.
Yo estaba aquí y lo he visto.
—Yo también lo he visto —dijo el primer soldado—. Con o sin cisnes encantados, ahora este lago es propiedad de Eduardo de Inglaterra, y él quiere que le llevemos rebeldes, no niños ni cisnes. Vámonos. Tendremos que decirle a Sir Walter que la chica se ha ahogado.
—Miró a los níveos cisnes que volaban en círculo sobre sus cabezas—. ¿Cómo iba a convertirse en cisne?
—Cuanto más tiempo estoy destinado en Escocia, más creo que aquí cualquier cosa es posible —replicó, un tanto cansado, su compañero mientras ambos se alejaban.
Gawain se quedó para escudriñar la muchacha o no. Si seguía con vida, él quería darle la oportunidad de huir. Recordaba vagamente que, siendo un niño, tuvo que escapar de noche de enemigos invisibles; la situación en que aquella muchacha se encontraba había espoleado su compasión y su interés.
La llameante silueta del castillo se reflejaba en el lago. De jovencito, Gawain había creído que Elladoune era mágico y eterno, pero los ingleses habían destruido toda una leyenda en pocas horas.
Los recuerdos se despertaban en Gawain allí, y en cualquier lugar de Escocia a donde iba como miembro de la campaña escocesa del rey Eduardo. Ningún soldado conocía sus orígenes escoceses... ni que el lugar donde él había nacido, el castillo de Glenshie, estaba muy cerca de Elladoune.
De hecho, él tampoco sabía exactamente dónde estaba Glenshie.
Volvió la vista a las colinas, sabiendo que una de ellas abrigaba y escondía su niñez. Años atrás, Gawain había jurado encontrar Glenshie y reclamar su herencia para sí. Ahora, cuando era un caballero del rey, ese sueño secreto parecía remoto e imposible.
Caminó sobre la rocosa base donde se erigía la torre. El agua lamía el promontorio, y cientos de chispas del incendio chisporroteaban al caer al lago como estrellas caídas. Observó la superficie de las aguas, sin querer abandonar aún la idea de encontrar a la muchacha.
Momentos después, vio un pálido brazo que se alzaba, y distinguió un rostro entre los cisnes. Ella seguía allí, Gawain estaba ahora seguro... aunque no sabía si se había ahogado o había sobrevivido.
Se despojó de su capa roja y desabrochó las cinchas de cuero de su armadura y su cota de malla. Dejó a un lado su espada y su cinturón, y se quitó, no sin esfuerzo, las pesadas prendas de metal, el chaleco acolchado y las botas. Lo amontonó todo, excepto sus calzones ajustados, a la siniestra sombra de la torre.
Nadie lo vio entrar en el agua. No pidió ayuda, ni esperaba recibirla. Sus compañeros estaban allí para reivindicar y conquistar, no para defender y rescatar.
Hubo un tiempo en que él se había sentido orgulloso de contarse entre aquellos soldados. Pero le asqueaba lo que había visto del ejército del rey en su camino hacia el norte a través de Escocia. La caballerosidad y la heroicidad se convertían en crueldad, codicia y los más bajos vicios del ser humano. Habiendo sido testigo de actos aún peores que la quema de Elladoune, Gawain siempre encontraba el modo de evitar cometer actos de crueldad por su mano.
No quería cargar su alma de pecado alguno, y la idea de faltar a su juramento de caballero del rey le era igualmente fastidiosa. Pero en aquella campaña en la que servía, y que le había desengañado tanto, se había dado cuenta de que ni siquiera el propio rey respetaba los ideales o la integridad que Gawain reverenciaba.
Nadó hacia el grupo de cisnes con firmes brazadas. Al mover el agua, vislumbró de nuevo la pálida figura, que se movía entre las aves. La muchacha braceaba hacia la orilla, y él la siguió, veloz.
Los cisnes levantaron el vuelo, en una transición patosa del agua al aire..., elegancia perdida, elegancia recuperada. Gawain avanzaba, observando.
Cuando la conmoción de cisnes hubo finalizado, vio de nuevo a la muchacha, que ya alcanzaba los juncos de la orilla. Gawain se lanzó a toda velocidad para atraparla. Aunque ella opuso resistencia, él consiguió rodearla con un brazo y arrastrarla hasta la orilla. La muchacha empezó a gritar, y él le tapó la boca con la mano y se quedó muy quieto en el agua, agarrándola fuerte e inmovilizándola también.
—¡Calla! —le susurró—. ¡Cálmate! ¡Ya estoy aquí!
Ella se retorció entre sus firmes brazos y jadeó una réplica airada y ahogada. Se oyeron unos gritos junto a la orilla. Gawain vio el resplandor de las antorchas y el brillo de las armaduras. Con la muchacha en brazos, se desplazó sigilosamente hasta el cobijo de los juncos, con los pies ya sobre el blando suelo del lago. No soltó a la muchacha, y ambos se mantuvieron casi metidos en el agua por completo.
—¡Suéltame! —masculló ella en gaélico, retorciéndose. Él, que recordaba la lengua de su infancia, la entendió.
—Tranquila —susurró él en inglés—. Estáte quieta.
—¡Sassenach! —escupió ella. Gawain le tapó la boca con más firmeza. También la estrechó con más fuerza, y su brazo topó con unos suaves senos.
—¡Que me sueltes! —soltó ella en inglés, y le propinó una patada en la espinilla. Intentando zafarse de Gawain, la muchacha se hundió, y él volvió a sacarla a la superficie. Ella emergió tosiendo, y sin dejar de farfullar.
—Sólo quiero ayudarte —murmuró Gawain.
—¡Pues no me ahogues! —jadeó ella. Gawain la estrechó entonces con ambos brazos. La muchacha tomó aire para gritar, y él volvió a taparle la boca:
—¡Por todos los santos, cállate..., estáte muda, como un cisne!
—No todos los cisnes son mudos —masculló ella tras su mano, y se retorció como un pez en el anzuelo.
—Ya lo veo. Doncella Cisne —gruñó él, pasando, para inmovilizarla, una pierna alrededor de sus muslos, y estrechando a la muchacha hacia sí como un amante, aunque la pasión era precisamente lo último en que estaba pensando—. Estáte quieta, si valoras tu vida; quieta, o te atraparán.
Entonces, ella se calló y le echó los brazos al cuello. La piel de su rostro, contra la mejilla sin afeitar de Gawain, era delicada y estaba húmeda. Y él sintió que el esbelto cuerpo de la muchacha se estremecía un poco.
El comandante y algunos de los soldados caminaban a lo largo de la orilla y señalaban hacia los cisnes y hacia la ventana por donde la muchacha había escapado. Unos cuantos cisnes batieron sus alas y graznaron estentóreamente. Los hombres se alejaron.
Uno de los pájaros, enorme y espléndido a la luz de las llamas, levantó el vuelo y pasó tan cerca de la cabeza de Gawain que este sintió la ráfaga provocada por el ave y se agachó.
La muchacha rió:
—No va a hacernos daño.
—Calla —susurró Gawain entre dientes, un tanto avergonzado por haber pensado lo contrario—. Hablas demasiado.
Dos soldados vadearon la cama de juncos y se fueron a toda prisa cuando el cisne los sobrevoló, rápido y bajo. Gawain observó la escena, atónito. El gesto protector del cisne no podía ser intencionado, pero el joven se sintió agradecido, fuera como fuera.
La muchacha levantó la cabeza, y sus cabellos ondearon alrededor de su rostro. Gawain pudo ver que poseía unos ojos grandes y oscuros, y que las curvas de su cara y sus hombros eran delicadas. Tenía un cuerpo esbelto y ágil, y Gawain sentía la redondez de sus senos contra el torso. Allí estaban, abrazados, respirando al unísono, con el agua lamiéndoles el cuello.
—Ya se han ido —susurró ella, un momento después. Sus labios casi rozaban los de Gawain. Este, sintiendo unas inmensas e inoportunas ganas de besarla, se separó un poco de ella:
—Los soldados siguen ahí, justo sobre la colina —murmuró.
—Los cisnes también se han ido, al otro lado del lago. Mira —señaló la joven.
Él se volvió y comprobó que la mayoría de cisnes habían desaparecido. Los pocos que quedaban se deslizaban elegantemente sobre el agua. La orilla estaba desierta, aunque seguían llegando gritos desde el otro lado del castillo.
Gawain se levantó con cautela, con la muchacha en brazos. El blando suelo cedía bajo sus pies mientras se acercaba a la orilla. El agua les abría paso como si fueran algas marinas surgiendo de las profundidades. Entre los brazos de Gawain, y completamente empapada, la muchacha era ligera como una pluma.
Él lanzó una mirada intranquila hacia el castillo, y echó a correr por la orilla, alejándose de la torre en llamas y en dirección al bosque. Allí, entre las sombras, había gente esperando. Una mujer salió de detrás de los árboles.
—¡Madre! —dijo la muchacha—. Déjame en el suelo —le ordenó luego a Gawain. Él así lo hizo, y le dio un pequeño empujón para apremiarla a llegar a los arbustos.
Las sombras se acercaron un poco más, y extendieron los brazos hacia la muchacha. La mujer la atrajo finalmente hacia sí, en un estrecho abrazo, y la cubrió con un grueso manto de cuadros escoceses para protegerla del frío. Alguien le ofreció una manta a Gawain. Él la rechazó.
La muchacha se volvió para mirarlo. Sus ojos relucían; pero, en la penumbra de la luz de la luna, Gawain no supo precisar de qué color eran.
—Me llamo Juliana Lindsay —dijo la joven—. Dime tu nombre, para que pueda pedir a los ángeles que te protejan.
Él frunció el ceño. Si le decía su nombre de nacimiento, Gabán MacDuff, ella podía tomarlo por un Highlander y despreciarlo por estar en las filas inglesas. Si le daba su nombre inglés, Gawain Avenel, ella le odiaría por su cuna.
La muchacha temblaba, esperando, con las mejillas pálidas y el pelo suelto y mojado, como si estuviera formado por mechones de miel. Él le tocó la barbilla con la punta del dedo:
—Doncella Cisne —murmuró—, en tus oraciones, ruega por tu Caballero Cisne, y los ángeles ya me encontrarán.
Ella asintió con la cabeza, sin dejar de mirarlo. Su madre tiró suavemente de su brazo.
—Vienen hacia aquí, soldado —le dijo entonces la mujer a Gawain.
—Los desorientaré, los dirigiré hacia otro lado. ¡Marchaos! Todos vosotros... ¡marchaos! —Agitó la mano para apresurarlos a volver al bosque, y corrió hacia el castillo, donde el caos del fuego continuaba, resplandeciente y temible. En su carrera, le pareció que la muchacha y los otros lo observaban desde su escondrijo entre los árboles.
Por un momento, tuvo la extraña sensación de que dejaba el cielo a sus espaldas y que se aproximaba al infierno a toda velocidad.



Capítulo 2 Perthshire Escocia. Primavera de 1306

Ágil como el mercurio y pálida como la luz de la luna, se deslizó desde los árboles del bosque y salió al claro. Miró por encima del hombro y oyó los gritos de hombres que la conminaban a detenerse, a esperar.
Se volvió a mirarlos, lenta y deliberadamente, aunque el corazón le latía como un tambor de guerra. No se demoraba demasiado, eso sería un acto temerario, pero se cercioraba de que no la perdían de vista; llevaba años haciéndolo.
Cerca de allí, percibió que un grupo de gente corría por el bosque en dirección opuesta. Acarreaban un bulto grande y pesado: un artefacto de guerra que se deslizaba sobre chirriantes ruedas, parcialmente desmontado, y cuyos montantes iban apilados en un carro de caballos. Una vez que el artilugio hubiera cruzado el bosque, lo transportarían por el río, de noche, hasta llegar al campamento rebelde.
Los hombres del rey no debían descubrirlo.
Ella esperó bajo un rayo translúcido de luna. Los dos soldados corrieron hacia ella a través de los árboles.
—¡La Doncella Cisne! —gritó uno de ellos. Ella se obligó a estar completamente inmóvil mientras sus caballos avanzaban en estampida entre las sombras.
Luego, giró sobre sus talones y corrió hacia el lago, se despojó la capa de plumas blancas que le cubría cabeza y hombros y la echó a un lado. Se metió en el agua y se acuclilló rápidamente; su pálido sayo flotó alrededor de ella, y sus rubios cabellos se abrieron en abanico y se mantuvieron en la superficie mientras ella se hundía.
Buceando, se acercó a un grupo de cisnes y patos que se deslizaban sobre el lago, y se dirigió al centro de la bandada. Los pájaros la ignoraron, acostumbrados como estaban a su presencia. Un polluelo de cisne, intrigado, avanzó hacia ella, pero ella lo apartó con un suave empujoncito.
Manteniéndose con la cabeza fuera del agua, observó la orilla. Los soldados irrumpieron en el claro y desmontaron. Corrieron hacia la orilla, escudriñaron el lago, señalaron hacia un punto. Uno de ellos se agachó y levantó una pluma que había caído de la capa.
Ella seguía observando, escondida entre el grupo de cisnes. Los hombres avanzaron hasta el borde del agua. Uno agarró una piedra y la lanzó. La piedra se hundió en el agua cerca de los pájaros, que se desperdigaron, alborotados.
Al quedarse sin protección, ella se sumergió y buceó hacia las rocas. Trepó por su estriado contorno, salió del agua y se cobijó bajo un inclinado pino.
Allí la esperaban sus amigos, con un gran paño de cuadros escoceses. Juliana se envolvió con él, se echó hacia atrás el pelo, mojado, y sonrió. Luego, todos juntos volvieron a adentrarse a toda prisa en el bosque.
La ambarina luz de la hoguera danzaba sobre rostros familiares. Sentada en el suelo de tierra de la cueva. Juliana miró uno a uno a los miembros del grupo allí reunido, y luego fijó su atención sobre su tutor, sentado junto a ella. El abad Malcolm se aclaró la garganta:
—Por fin, amigos míos —dijo el abad, sereno—. Aquello por lo que nos hemos arriesgado tanto puede estar ya al alcance de nuestra mano. Las noticias que me han llegado hoy serán de gran ayuda a nuestro esfuerzo. —Hablaba rápido, en gaélico—. Tengo un plan, pero existe cierto riesgo. Juliana se expondrá a un importante peligro esta vez.
Ella mantuvo su expresión en calma. Alrededor de la hoguera, esperaba la gente que el abad Malcolm de Inchfillan había convocado. La blanca coronilla del tutor era prístina a la luz de las llamas, sus rechonchas mejillas, rosadas, y la mirada de sus azules ojos, penetrante. Y dirigida a Juliana.
—Padre abad —murmuró ella—. Si podemos recuperar el castillo de Elladoune y nuestras tierras, haré lo que sea preciso.
—Padre abad —intervino uno de los hombres—, ¿qué ha pasado?
Malcolm juntó las manos y entrelazó sus dedos. Juliana sabía lo que iba a decir. Ella y sus hermanos menores vivían en la casa del abad, a las afueras del recinto del monasterio, y Malcolm había debatido sus ideas con ella previamente.
Los que no conocían bien a su pariente y tutor (por ejemplo, los soldados apostados en Elladoune) creían que él era tan sólo un amable anciano al que no le preocupaba más que su pequeña abadía céltica y las almas extraviadas que él volvía a llevar por el buen camino.
Algunas de estas almas extraviadas, almas de rebeldes, estaban ahora allí, mirándole.
Lo que Malcolm les ocultaba a sus enemigos ingleses (eso lo sabía Juliana perfectamente) era su fiera lealtad a Escocia. Era más un león que un cordero. Tiempo atrás, el abad Malcolm había acogido bajo sus alas a varios escoceses desposeídos, y los había convertido en rebeldes del bosque. Juliana se sentía orgullosa de contarse entre ellos.
En el exterior de la cueva, los árboles se mecían en la brisa nocturna. Dentro, los rebeldes de Malcolm escuchaban, inclinados hacia él con atención.
—Hoy me he reunido con el alguacil de Glen Filian —dijo Malcolm—. Me ha pedido un favor, y me ha hecho una amenaza.
Juliana jugueteó nerviosamente con la destensada cuerda de su arco, que estaba en el suelo, junto a ella. Sentía unas inmensas ganas de pasar a la acción, pero sabía que tanto ella como los demás debían proceder con cautela.
—A Walter de Soulis siempre le han traído sin cuidado nuestros intereses —intervino Lucas, que antaño había trabajado como pastor para el padre de Juliana—. ¡Jamás nos ayudará!
—No se ha mostrado irritado por los renegados y los fugitivos en el bosque y los montes, como de costumbre... y eso que yo intento ayudar haciendo que ese problema le sea persistente. —Malcolm levantó las palmas en un gesto de fingida inocencia, y algunos de los oyentes sonrieron.
Juliana miró hacia sus dos hermanos menores, Lain y Alee, de siete y nueve años respectivamente, que dormían en un rincón, enroscados como cachorrillos sobre un montón de capas. Ella sabía que ninguno de los dos se despertaría por nada, estando lo suficientemente cansados... No se despertarían ni siquiera si se celebraba una reunión para planear los actos que los rebeldes tenían que llevar a cabo.
——El alguacil ha dicho que el jefe del destacamento en el castillo de Elladoune se irá muy pronto —siguió Malcolm.
—¡Bien! —saltó uno de los hombres—. ¡Pues adiós al hombre que quemó nuestra villa, y por el que tuvimos que irnos a vivir al bosque! ¡Aunque todavía tengamos que defendernos del hombre que destruyo Elladoune, actualmente nuestro alguacil!
—Cuando el comandante se vaya, sus tropas se marcharán con él —continuó el abad—. El rey inglés les ha ordenado perseguir a nuestro nuevo rey de los escoceses, Robert Bruce, y a sus hombres, que se han dirigido a las colinas de las Highlands, al norte de donde nos encontramos. Llegará otra guarnición, y un nuevo alguacil para Elladoune.
Angus el Rojo, un antiguo granjero, fornido y colorado, meneó la cabeza:
—Así que se va un destacamento inglés y llega otro. Ahora tendremos que conocer caras nuevas, nuevas rutinas y nuevos itinerarios de patrulla. Eso no es en absoluto de ayuda para nuestra causa.
—Pero esto sí: durante unas semanas, Elladoune quedará vacío —repuso Malcolm—. Sir Walter quiere que los monjes de Inchfillan vigilen las puertas del castillo y cuiden de los rebaños y los jardines hasta que lleguen los nuevos soldados.
—¡Y eso es justo lo que necesitamos! —graznó Robert, un herrero—. ¡Y también estamos preparados para una ocasión así, tenemos armas y corazas!
—Exacto —asintió Malcolm—. Dios ha escuchado nuestras plegarias. Podemos tomar Elladoune.
—¡Y proclamarla escocesa! —gritó Angus. Malcolm esbozó una sonrisa. —¡Por Escocia!
Se levantaron varios brazos y los hombres exclamaron al unísono:
—¡Por Escocia!
Juliana también sonrió, y la esperanza renació en ella como una pequeña flor. Muy pronto volverían a vivir en el castillo de Elladoune, reharían su destrozada villa, labrarían la tierra y apacentarían sus rebaños en paz.
—Ella —dijo Malcolm, poniendo una mano en el hombro de Juliana— nos ayudará a llevar a cabo nuestro plan. Los soldados tiemblan de miedo cuando nuestra Doncella Cisne aparece y desaparece como por arte de magia. Le estamos profundamente agradecidos a Juliana por haber creado una y otra vez ese espejismo durante estos últimos anos.
—Desde luego, sí es mágica... o eso dicen los ingleses —comentó Angus.
—La silenciosa Doncella Cisne de Elladoune, que jamás pronuncia ni una sola palabra —asintió Malcolm—. Mientras los Sassenach crean que puede tratarse de un cisne encantado, la ilusión juega a favor nuestro. Queremos que ellos sigan creyéndolo. Pero no que Juliana se arriesgue demasiado.
—Si la capturan, le harán daño —gruñó Lucas.
—Pero ella es rápida y sagaz —replicó Malcolm—: jamás habla cuando los ingleses están cerca, y echa a correr en cuanto los ve aparecer. A los Sassenach les inquieta tanto adentrarse en el bosque que nosotros hemos podido hacer mucho trabajo clandestino por la causa de Escocia.
—Están locos si creen que está encantada, que no es real —intervino, con desdén, Beithag, la más anciana de las mujeres—. Y no puede durar mucho.
—Cierto. —Malcolm suspiró—. Y ese peligro es el problema. Walter de Soulis lleva muy poco tiempo siendo el alguacil de Filian, pero no está convencido de que Juliana esté embrujada. Dice que es una rebelde..., incluso una espía.
—¿Y qué le has respondido tú, padre abad? —preguntó Angus, preocupado.
—Le he dicho que mi ahijada es una muchacha sencilla y devota que no habla a causa de la terrible pérdida de su hogar, hace unos años, seguida de la muerte de su padre y la vida de clausura de su madre, a la que no ha visto desde hace mucho. —Sonrió a Juliana, compasivo, y ella asintió con tristeza. Hacía tiempo que Juliana había aceptado la idea de que quizás no volvería a ver a su madre jamás; lady Marjorie se había encerrado en un convento de las Lowlands, con su profunda desesperación, al año de la muerte de su esposo.
—Si Walter de Soulis cree que esta muchacha no habla —intervino Beithag—, ¡es que no la ha visto de mal genio!
—Le he dicho —continuó Malcolm— que cuando la Doncella Cisne aparece junto al lago, es una visión que trae buena suerte.
—Aun así—dijo Uilleam, esposo de Beithag—, Juliana debería de dejar sus actuaciones y permanecer a salvo. —Sacudió su leonina melena gris para remarcar su comentario, y muchos otros lo secundaron asintiendo. Juliana sabía que Uilleam hablaba poco, pero que cuando lo hacía todos los rebeldes lo escuchaban.
—Padre abad, encuéntrele a su ahijada un marido que le dé hijos, y pare de pedirle que ayude a la causa —intervino Beithag.
Juliana sacudió la cabeza:
—Yo quiero continuar, madre Beithag. La Doncella Cisne puede sernos muy útil. Los Sassenach no se acercan a esta parte del bosque, y así hemos podido recopilar armas y corazas, y hemos construido armas de mayor envergadura que transportamos de noche. Nuestro trabajo es importante.
—Madre Beithag tiene razón —dijo Angus—. La muchacha ya se ha arriesgado mucho, y no deberíamos pedirle que volviera a hacerlo.
La hija de un laird debería casarse con un caballero escocés y criar hijos para Escocia.
—Ya estoy criando a dos niños para Escocia. A mis propios hermanos —señaló ella, indicando con un gesto a los dos chiquillos, que seguían durmiendo en el rincón.
—Escuchad —habló Malcolm de nuevo—. Ha llegado el momento de recuperar Elladoune. Debemos decidir cómo y cuándo. Si Juliana acepta, necesitamos su ayuda.
—Ese demonio de Walter de Soulis destruirá nuestros planes, hagamos lo que hagamos —gruñó Lucas—. Ese hombre es invencible. Dicen que nada puede atravesar su armadura negra. No puede ser derrotado.
—Tan sólo puede ser evitado, que es lo que hemos hecho —corroboró Angus.
Malcolm lanzó un suspiro:
—Mis hermanos y yo rogamos cada día por todo eso. Tenemos un centenar de velas votivas ardiendo día y noche para llamar la atención de Dios sobre nuestra situación.
—Seguid manteniéndolas encendidas —dijo Beithag, mordaz—. Necesitamos un milagro.
—Si intentamos tomar Elladoune, Walter de Soulis y sus hombres estarán ahí—advirtió Lucas—. ¿Cómo podemos nosotros resistir un asedio o un ataque?
—Una vez que estemos dentro, encontraremos el modo de salir triunfantes —repuso Malcolm—. Dios ha hecho que el jefe del destacamento se vaya. También Él resolverá esto.
—Juliana no debería exponerse a ese demonio de Walter de Soulis —intervino Angus—. Después de todo, fue él quien destruyó Elladoune.
—En ese caso, razón de más —replicó Juliana—. Mi padre está muerto, y mis hermanos mayores están con el nuevo rey. Nos ayudarían si pudieran. Dejad que yo también participe.
—Eres una muchacha muy valiente —dijo Angus, y asintió con la cabeza—. De acuerdo, entonces. Que nuestras plegarias sean escuchadas en los cielos.
—Amigos, oremos ahora. —Malcolm se puso en pie y juntó las manos para que todos hicieran lo propio.
Juliana agachó la cabeza y murmuró las respuestas en latín, aunque el corazón le latía apresuradamente a causa del miedo. Como Doncella Cisne, era el puntal del esfuerzo del grupo, y podía ser de gran ayuda... o un auténtico estorbo, si cometía algún error.
Para recuperar Elladoune, iban a necesitar más de un milagro. La suerte había estado de parte de Juliana durante los últimos años, y ella rogó para que así se mantuviera.
Había un incidente, un golpe de suerte en particular que jamás olvidaría. La noche que Elladoune había sido devorada por el fuego, un apuesto soldado inglés la había salvado. Podrían haberla capturado e incluso matado de no ser por el Caballero Cisne, como ella siempre había recordado a aquel joven.
Él todavía aparecía en sus sueños, sin nombre, fascinante, con los ojos negros... y tan apuesto... Entre los cientos de soldados Sassenach que Juliana había visto cabalgar cerca de Elladoune e Inchfillan durante los últimos seis años, jamás lo había vuelto a ver a él.
Desde aquella noche, milagros más modestos la habían mantenido a salvo y lejos de las manos de los ingleses. Fuera suerte o fueran realmente milagros. Juliana rogó fervientemente que aquella protección siguiera a su lado.
Lo que más deseaba era llevar a los suyos, familia y amigos, y a ella misma, de vuelta, por fin, a Elladoune.



Capítulo 7 Y 6

La cisne


El tamborileo de la lluvia y el golpeteo de los cascos de los caballos sobre el suelo parecían retumbar como truenos en las oscurísimas calles de Newcastle-upon-Tyne. Juliana cabalgaba en el centro del grupo, formado por guardias y hombres Avenel. Reconoció al más joven de ellos como Sir Robert... Robin, le llamaban los otros.
Gawain cruzó delante de ella la Puerta Negra que daba paso desde el castillo a la ciudad amurallada, donde las calles empedradas y repletas de casas brillaban bajo la lluvia. Uno de los guardias guiaba el caballo de Juliana, aunque ella podría haber conducido perfectamente aquella dócil montura.
Nadie hablaba con la joven, y ella permanecía como siempre en silencio. Hacía tanto tiempo que no hablaba, que se preguntaba si su voz se habría debilitado por el desuso. Temblaba a causa del gélido viento, y se sentía agradecida por llevar puesta la capa que Gawain le había echado sobre los hombros.
Él iba delante, con la cabeza descubierta y sus anchos hombros bien erguidos. Juliana lo miraba a menudo, consciente de los sutiles lazos que los unían. Su marido..., aquella palabra sonaba extrañamente amenazadora. El miedo se apoderó de Juliana cuando esta se preguntaba qué exigiría Gawain en su noche de bodas.
Un guardia portaba una antorcha delante de ellos, pero su luz a duras penas rompía la espesura de la lluvia y las sombras. La inmensa mole de una iglesia rasgaba la noche, y el río relucía como una cinta de seda a lo lejos.
Los jinetes siguieron un abrupto camino secundario lleno de curvas y se detuvieron ante un edificio de madera encalada cuyo tercer piso parecía asomarse a la calle. La puerta se abrió y dejó salir una luz dorada que se derramó sobre el húmedo empedrado. Una mujer esperó en el quicio a que los hombres desmontaran, y un muchacho salió de la casa para llevarse los caballos.
Gawain se volvió hacia Juliana y levantó los brazos para ayudarla a bajar:
—Esta es la posada donde mis parientes y yo nos hemos hospedado. Pasaremos la noche aquí. —Le rodeó la cintura con las manos.
Juliana descendió del caballo y se propuso no mirar a Gawain. Él la condujo al interior de la posada, y la mujer los dejó pasar delante de ella hacia la estancia de techo bajo y luz mortecina.
—Hola, señora Bette —saludó Gawain.
—Hola, señor. Veo que ha traído una invitada de la fiesta del rey.
—Bette cerró la puerta, echó el pasador y se volvió hacia ellos. Era una mujer fornida, de cabellos grises que asomaban por debajo de un pañuelo de cabeza blanco, y que iba enfundada en una bata negra. Le echó a Juliana una rápida ojeada—: No tengo ninguna habitación libre para ella. ¿Con quién va? Sir Henry ha subido a su aposento, con los otros. Ha pedido ponche caliente, y dice que quiere verle a usted ahora mismo.
Gawain quitó la capa de encima de los hombros de Juliana, la colgó de una clavija en la pared y se sacudió las gotas de lluvia de las mangas de la oscura casaca. Juliana se volvió hacia Bette con las manos juntas delante de ella, unidas por la cadena de oro.
—¡Por todos los santos, está encadenada! —exclamó Bette—. ¿Es una comediante? Eh... señor..., ¿es una prostituta?
—Es una prisionera del rey. Nos han confiado su custodia.
—¡Una prisionera! ¡No tenemos calabozos, aquí! La Corona nos deberá su hospedaje, y será una auténtica proeza cobrarlo del contable real, en Sand Gate. Ese hombre es una lagartija.
—La Corona no os debe nada por su hospedaje —replicó Gawain—. Lo pagaré yo. Es mi esposa. Un regalo del rey.
—Su esposa... —Bette lo miró fijamente. Y luego observó detenidamente a Juliana, que tenía la mirada clavada en ella, con absoluto descaro—. Bueno, no es fea, y puede que complazca a cualquier hombre pero, ¡que Dios nos asista, es una criminal!
—Tan sólo es una rebelde escocesa.
Esposa, pensó Juliana. Escocesa. Rebelde. Gawain no se había molestado en mencionar su nombre, aunque lo conocía. Frunció el ceño.
Bette parecía escéptica:
—Bueno, la joven necesita un baño. Me la llevaré a su habitación.
Y le deseo suerte en su matrimonio.
—Gracias —repuso Gawain—. Deje que se bañe en privado mientras yo me reúno con Sir Henry. Y haga el favor de prepararle algo caliente para comer, si es tan amable. —Tomó la mano de la posadera, y Juliana vio el destello de una moneda. Bette asintió y se ruborizó como una chiquilla. Gawain cruzó la estancia y se fue escaleras arriba.
—Ven, querida, debes de estar agotada —dijo Bette, agarrándola del brazo—. ¿Y cómo vas a bañarte con esas cadenas? No podemos sacarte el vestido, y es demasiado bonito para romperlo. Bueno, lávate como puedas —añadió, mirándola de arriba abajo con gesto crítico—. ¿Por qué vas vestida así? Pareces un pato.
—Según lo que el chambelán del rey me ha dicho cuando ya me iba del castillo —dijo Henry—, Walter de Soulis va a viajar hacia el norte contigo y la dama, y llevará toda una escolta.
—¿Walter de Soulis? —preguntó Gawain, ceñudo. Se sirvió una copa de ponche con especias, una bebida calmante que su padre gustaba de tomar antes de meterse en la cama. Dados los acontecimientos de la velada, él hubiera preferido algo bastante más fuerte.
—Sí, es el alguacil del rey en el condado de esa muchacha..., tu, eh, esposa —repuso Henry—. Edmund sabe algo de eso. ¿Verdad, Ned?
—He estado investigando acerca de la joven en el salón —intervino Edmund—. Ha sido una farsa vergonzosa, esa boda. Has salvado a la dama de un destino fatal al librarla de las garras de cualquiera de esos borrachos.
—Ya sabemos que no era tu intención casarte con ella —terció
Robin. Estaba sentado en una banqueta, junto al fuego—. Aunque puede que no sea tan mala idea..., es una bonita mozuela.
—Dama —corrigió Gawain, irritado—. Señorita. Muchacha. Chica, si me apuras. No es una mozuela. Ahora ya eres caballero, y no un patán con espada.
Robin lo miró con gesto sorprendido, y Henry alzó una mano en señal de poner paz. Gawain se volvió y se sirvió un poco más de ponche. No tenía la intención de bebérselo, pero necesitaba hacer algo.
—Sea como sea —habló Edmund rompiendo el tenso silencio—, ese tal De Soulis ha sido nombrado primer Maestro de Cisnes de Escocia... un título honorario, creo, ya que un alguacil no tiene tiempo libre para cuidar cisnes reales en Escocia durante una campaña de guerra.
—El rey se apropió de la importancia simbólica de los cisnes el pasado mayo, cuando organizó la primera Fiesta de los Cisnes en Londres —dijo Henry—. Sin duda eso está tras ese nombramiento.
Gawain tomó un largo trago:
—Conozco a De Soulis. Arrasó el castillo de Elladoune la noche que me acusaron de ayudar a los rebeldes. Juliana Lindsay vivía allí.
Fue la primera vez que la vi.
—¡Por todos los santos! ¿La ayudaste aquella noche? —preguntó Henry—. No habías mencionado ese detalle, que yo recuerde.
Gawain se encogió de hombros:
—A ella y a otros... Una madre y sus hijos que escapaban mientras su casa era devorada por las llamas. Pagué por ello en una disculpa pública. Ya pasó.
—No del todo —replicó Henry, grave. Gawain miró a su padrastro, cuyos ojos color avellana eran penetrantes, aunque su semblante fuera tan sereno como de costumbre—. Ahora has vuelto a encontrarte con esa joven, y te has casado con ella por orden del rey... y debes mantener trato con el hombre que te delató hace años. Por lo tanto, no ha pasado del todo, ¿no es cierto? —Henry frunció el ceño.
Gawain dio un sorbo. El vino especiado le trazó un ardiente camino garganta abajo:
—¿Qué más sabemos acerca de esa muchacha?
—Que en tus manos está protegerla, por los lazos legales y sagrados —repuso Henry—. Eso también lo sabemos.
—Qué buenas noticias —replicó Gawain, mordaz. Dirigió una rápida mirada a su padrastro, que lo observaba con cierta simpatía severa.
—Puede que salga algo bueno de todo esto.
—Es muy chocante encontrarme casado de repente —admitió Gawain—. Pero si con eso consigo que mi madre se sienta satisfecha, es suficiente para mí. —Miró alrededor y vio que todos asentían lentamente, sin muestras de alegría.
—Cierto —concedió Henry, en tono grave—. Ned, ¿qué más has averiguado sobre la esposa de Gawain?
—Vive en un lugar llamado Abadía de Inchfillan, bajo la protección de un familiar, un abad agustino.
—¿Se ha casado con una novicia? —preguntó Robin.
—No, el abad es su tutor. De Soulis también se llevó a los hermanos de la joven, antes de traerla hacia el sur con ese cisne mudo. El rey Eduardo había pedido un par de cisnes escoceses, y su Maestro de Cisnes se los consiguió.
—De Soulis tiene un pésimo sentido del humor —dijo Gawain, masticando las palabras.
—Uno de los guardias me ha dicho que la joven es conocida como la Doncella Cisne en la zona donde vive —continuó Edmund, y se encogió de hombros—: No sé por qué.
Gawain hizo girar el vino en su copa. Él sí sabía exactamente de dónde venía ese sobrenombre:
—¿Se llevaron a sus hermanos? He oído decir que hay dos Lindsay, mayores que ella, luchando al lado de Robert Bruce.
James Lindsay había mencionado a sus primos. Gawain meneó ligeramente la cabeza ante la ironía de aquel embrollo.
—Ahora eres responsable de ella —dijo Robin—. Pero ¿cómo vas a convertirla en una fiel dama inglesa?
—Francamente, no creo que eso sea posible. —Gawain asió uno de los taburetes que había junto al fuego, se sentó en el cuero tensado y apoyó los codos sobre las rodillas—. Yo tan sólo quería liberarla y enviarla de vuelta a Escocia. No entraba en mis planes nada más.
—La devolverás a Escocia... y tendrás que hacerte cargo de su custodia el resto de tu vida. —Henry se paseaba arriba y abajo de la estancia, frotándose la mandíbula. Su pelo castaño se había vuelto más gris, advirtió Gawain. Henry era un hombre atractivo e inteligente, el parangón de un caballero de la corte de Eduardo. El rey valoraba sus consejos y su amistad, y su pericia militar era respetada por muchos.
Gawain se consideraba afortunado de llamarle padrastro y mentor.
—Pero para conducirla hasta Escocia, tiene que llevar las cadenas puestas durante todo el viaje —intervino Robin—. ¿No es eso lo que ha dicho el rey?
—Sí, para que toda Inglaterra pueda ver a la cautiva escocesa —repuso Edmund—. Un plan diabólico.
—Me niego a tratar así a una mujer —manifestó Gawain—. El rey está loco si espera eso de mí.
—Así lo parece, a veces —convino Henry—. Admito que su odio hacia los escoceses se hace cada vez menos razonable. Pero si ordena que la joven debe ir encadenada, y envía una escolta para comprobar que así sea, no hay nada que puedas hacer.
—Puede que sí haya algo —repuso Gawain con firmeza.
—La insubordinación —replicó Henry— no hace honor al nombre de Avenel.
—Las cadenas de oro son delicadas, y totalmente imprácticas para trasladar un prisionero —siguió Gawain—. Se rompen con facilidad.
—Tienes la maldita costumbre de ayudar a los demás sabiendo que eso tan sólo te causará problemas —dijo Henry, serio.
—Será mejor que esas cadenas resistan —refunfuñó Edmund—, o todos los Avenel pagaremos por ello.
Gawain miró su copa con el ceño fruncido, consciente de lo certero de aquella afirmación. Henry miró por la ventana hacia la lluviosa noche. Después de un breve momento, rebuscó en su bolsillo y sacó un pequeño objeto. Se lo lanzó a Gawain.
Este lo agarró al vuelo con un hábil movimiento, y luego abrió la mano. Vio en la palma una pequeña llave de hierro. Miró a Henry.
—El rey me la ha confiado —explicó su padrastro—. Yo te la confío a ti. Úsala con juicio.
Gawain asintió y se dirigió hacia la puerta:
—Es tarde. Os deseo buenas noches. Nos vamos por la mañana, mi... esposa y yo. ¿Alguno de vosotros nos acompaña en nuestro viaje hacia el norte?
—Robin sale para el castillo de Avenel mañana —repuso Henry—.
Edmund y yo debemos quedarnos en Newcastle, por ahora.
—-Muy bien. Buenas noches. —Gawain era consciente de que su familia se preguntaba si dormiría con su nueva esposa aquella noche.
Él también se lo preguntaba, de hecho. Descorrió el cerrojo.
—Gawain —dijo Henry—. Gracias.
Gawain se volvió, sorprendido:
—¿Por qué, señor? Casi he arruinado el nombre de Avenel con todos mis actos de desobediencia. Peor aún: Geoffrey... está muerto, en parte por mi culpa —murmuró—. Y el espectáculo de la velada de hoy no mejora mucho las cosas.
—La muerte de Geoffrey ha sido muy dura para todos, pero no se le puede reprochar a nadie —repuso Henry—. Sabemos que has arriesgado mucho y que has dado mucho también para proteger nuestro bienestar. Te estamos agradecidos.
Gawain tomó aire para responder, pero no le salió la voz. Asintió lentamente, abrió la puerta y salió sigilosamente al pasillo.
La pequeña habitación estaba en completo silencio, e iluminada tan sólo por la tenue penumbra de un brasero y una sola vela.' Fuera, la lluvia golpeaba las paredes, y eso le daba a la estancia un aire acogedor.
Gawain entró en ella a la luz de la vela, se acercó a la cama y observó.
Juliana estaba allí, tumbada entre varios cojines, con la colcha de piel cubriéndola hasta los hombros. Todavía llevaba puesto el vestido de satén blanco, aunque el bonete ya descansaba sobre la mesilla. Su pálida melena parecía hecha de plata y rayo de luna, y los suaves rasgos de su rostro aparecían serenos. Gawain alargó la mano, pero no llegó a tocar a la joven.
Quería una esposa, pensó, pero no de aquel modo. Teniendo la guerra y el continuo viajar como estilo de vida, a menudo los caballeros anhelaban la paz y la tranquilidad de un hogar y una familia, y Gawain no era distinto, ya lo sabía. Tenía la esperanza de encontrar algún día una dulce joven que le diera calor a su corazón y compartiera su vida con él.
Sin saber qué hacer con este matrimonio, pues se sentía torpe y aturdido, se sentó en la cama, junto a Juliana, y la observó. Dormía profundamente, y su respiración era tranquila y acompasada. La visión de la muchacha era tan dulcemente perfecta... Una belleza rubia de sonrosadas mejillas, labios de suaves curvas, y con sus delicadas manos juntas descansando bajo la almohada... y encadenadas.
Gawain frunció el ceño y utilizó la pequeña llave para abrir el collar. Deslizó una mano bajo la cabeza de Juliana y le quitó la metálica atadura, dejando la sinuosa curva de su cuello al descubierto. Con un solo dedo acarició la rosada marca que la cadena había allí dejado.
Luego, liberó también las muñecas de la joven, y dejó las cadenas sobre la mesilla. Juliana gimió en sueños, y él la calmó con una leve caricia en la frente.
No se atrevió a seguir, porque sentía que el deseo lo invadía de modo rápido e intenso. Ceder ante ello era algo impensable. La joven había sido apartada a la fuerza de su hogar, encarcelada, humillada, obligada a casarse. Gawain no tenía la intención de exigirle que cumpliera con su deber marital, a pesar de las groseras indicaciones del rey.
Se puso en pie, apagó la vela y se dirigió a oscuras al otro lado de la cama, escuchando el incesante golpeteo de la torrencial lluvia, se quitó las botas y la ropa, excepto los calzones. Aquella noche de bodas no era como la mayoría. La muchacha podía despertarse y tomarlo por un libertino descarado si él seguía su habitual costumbre de dormir desnudo.
Todo lo que Gawain quería era descansar un poco. Se sentía exhausto por todo lo acontecido en la velada, y por el disparatado giro que había tomado su futuro. Por la mañana, ya pensaría con mayor serenidad y claridad en sus obligaciones. Recibiría órdenes y se encontraría con su escolta; cayó en la cuenta de que todavía no sabía hacia qué parte de Escocia se dirigirían ni cuáles serían sus deberes militares.
Una ráfaga especialmente fuerte de viento y lluvia hizo temblar las cerradas contraventanas. El mundo exterior se encontraba inmerso en pleno cataclismo, pensó Gawain, exactamente igual que su propio mundo interior. Se metió entre las sábanas. El somier de sogas crujió mientras Gawain se acomodaba y cerraba los ojos.
Tenía muchas cosas en las que pensar..., demasiadas para que un hombre tan cansado las solucionara en una sola noche. Concentrándose tan sólo en el sonido de la lluvia, se dejó vencer por el sueño.




Capítulo 6
Juliana seguía sentada muy erguida y alerta, saludando a los caballeros, uno a uno, en el más gélido silencio. Uno tras otro se acercaban a ella, algunos ebrios y farfullando, unos cuantos tensos y subidos de tono. A pesar de la niebla provocada por la poción de hierbas, la joven se mantenía muy digna y serena.
Ignoraba la mayoría de asedios y proposiciones hasta que los caballeros se alejaban de ella, ante las risas de todos los presentes. Otros eran más descarados, más brutos, y la empujaban e incluso se atrevían a acariciarla. Las carcajadas parecían ser un cántico de cacería, interpretado por rudas voces masculinas con apenas alguna risita ahogada femenina entre ellas. La sensación de desespero y miedo de la muchacha aumentó.
Daba manotazos, volvía el rostro para evitar los besos borrachos.
A su lado, el cisne emitía silbidos sin cesar, movía la cabeza de un lado a otro sobre su sinuoso cuello y alzaba las alas para asestar algún que otro golpe.
Uno de los hombres intentó levantar a Juliana en brazos y Artan arremetió contra él, dándole entre la muñeca y el codo. La joven oyó claramente el desagradable chasquido de huesos rotos. El hombre soltó un alarido y se hizo atrás sujetándose la dolorida extremidad:
—¡Mi muñeca! ¡Ese pájaro me ha partido la muñeca! —aulló. Algunos de los espectadores se rieron, mientras otros aplaudían la proeza del cisne.
Otro caballero se acercó a Juliana y la agarró por el brazo. Ella logró zafarse y Artan batió las alas y echó el cuello hacia delante. El soldado esquivó al animal y le acarició la mejilla a la joven, gruñendo satisfecho.
Dejándose llevar por su furia y su instinto. Juliana le mordió un dedo.
El hombre gimió y echó el brazo hacia atrás para tomar impulso y abofetear a Juliana. En ese momento, un caballero de oscuros cabellos salió de entre la multitud y con la mano apoyada en la empuñadura de su daga se dirigió al hombre:
—Déjala en paz —gruñó.
—Maldita bruja cisne salvaje —murmuró el otro—. No se la puede domar... ¡La dejo para ti, Avenel! —Y se alejó tambaleante.
El caballero de negro volvió a meterse entre el gentío sin dejar de mirar a Juliana. Ella lo observaba fijamente, pasándose el dorso de la mano por los labios y con un mechón cayéndole sobre los ojos. El rostro de aquel joven le resultaba familiar, pero no lograba recordar dónde lo había conocido, ni cuál era su nombre.
Incluso sin aquel gesto de protección hacia ella, Juliana se habría fijado en él. Era un cuervo entre pavos reales, vestido de negro en medio de caballeros de trajes chillones. Más alto que la media, ancho de hombros y esbelto, aquel joven no sonreía mientras todos los demás hacían bromas y parloteaban. Sus negros ojos poseían una intensa mirada, y sus oscuros y brillantes cabellos enmarcaban un rostro de una belleza masculina perfectamente cincelada. De él emanaba un poder sereno.
Y, sin embargo, aquel joven estaba en la cola, aguardando su turno para acercarse a ella. Juliana dejó de mirarlo. Su gesto había sido de posesión, y no protector.
Otro caballero se aproximó a la carreta y balbuceó un saludo ininteligible. Luego, alargó el brazo y asió a la joven:
—¡Una noche de estas mi cama la domará! ¡Ven aquí, pequeña cisne! —Los presentes soltaron una carcajada y gritaron palabras de ánimo al hombre.
Juliana pateó y forcejeó, y Artan silbaba, tensando la cadena que lo sujetaba. El caballero levantó un brazo para protegerse de un fulminante golpe de ala y consiguió arrastrar a Juliana hasta casi sacarla del carro.
—Suéltala —ordenó el rey—. Esto es cada vez más aburrido. Es una pobre demostración de cómo actúa un caballero, y un espectáculo deprimente. Vamos, lárgate. ¡El siguiente!
El soldado dejó a Juliana de pie en el suelo y se alejó refunfuñando. La joven se apoyó en el carro; le temblaban las piernas.
—La Doncella Cisne tiene que ser domada, y merece una lección —proclamó Eduardo—. Esta exhibición ha sido divertida, pero hay sacerdotes y damas entre nosotros. No podemos ofenderlos. ¿Quién, de entre los presentes, puede ganarse la obediencia de esta joven... y su amor?
Juliana se irguió, aunque la cabeza le daba vueltas y las rodillas se le doblaban. Esperó, orgullosa y digna, mientras el cuello y los hombros se le tensaban bajo el peso de las cadenas y de los grilletes.
Un caballero avanzó. Era un joven de pelo castaño claro y agraciado rostro que con el tiempo se convertiría sin duda en atractivo. Artan alargó el cuello para emitir un silbido parecido al de una serpiente y abrió las alas.
—Se... señora —dijo el joven caballero—, no quiero haceros ningún daño. —Juliana apoyó la cabeza en el carro, aturdida y agotada. Artan silbó. El caballero miró nervioso al pájaro—. Robin... Me llamo Sir Robin Avenel. Mi hermanastro es Sir Gawain Avenel, el hombre que os ha defendido hace escasos momentos. A mí también me complacería protegeros. —Robin sonrió torpemente.
Juliana echó un rápido vistazo hacia Gawain Avenel, el caballero de negro, que seguía observando con semblante severo.
—Si tenéis la bondad, señora, consentid en venir conmigo. —El joven caballero le ofreció una mano.
Artan, con un rápido movimiento de su cuello, alcanzó a morderle. Robert dio un salto hacia atrás, sacudiendo la mano.
—Observa, muchachito, y aprende cómo se hace —intervino otro caballero, un hombretón de capa azul. Empujó a Robin a un lado y asió la mano de Juliana. La besó en los dedos con labios calientes y repulsivos—: Preciosa, deja que te muestre las delicias de la cautividad. —Le acarició el bonete de plumas—. Ven conmigo y descubre el placer.
Juliana se apartó de él. Artan alargó el cuello para morderlo. El hombre se hizo atrás rápidamente, soltando un reniego:
—Con ese cisne diabólico y un caballero negro para protegerla, ningún hombre podrá ganar a la dama —rezongó—. ¡Avenel, a ver si tú consigues algo mejor!
El caballero negro se acercó a la joven. Alargó la mano, como todos los otros habían hecho. Juliana esperaba que Artan también lo mordiera a él.
Avenel abrió la mano y echó unas migajas de pan al interior del carro. Artan se abalanzó sobre la comida.
El caballero enarcó una ceja y miró a Juliana:
—¿Tienes hambre? —murmuró—. Puedo conseguirte algo más sabroso que migajas de pan, si lo deseas.
Sorprendida, ella negó con la cabeza.
—Me imagino que te gustaría acabar con toda esta estupidez —le dijo él, suavemente.
Ella asintió, y levantó la mirada hacia sus ojos.
—Entonces, ven conmigo, y todo irá bien.
Ella volvió a negar otra vez con la cabeza. La actitud serena del joven era tranquilizadora, consoladora incluso, pero sus intenciones no eran distintas de las de los otros.
—Lady Juliana —murmuró el caballero—, esta competición para ganarte se prolongará durante toda la noche, a menos que te rindas a alguien.
Ella entrecerró los ojos. ¿Cómo sabía él su nombre? El rey no lo había anunciado. Debía ser un caballero muy próximo al monarca, o amigo de los guardias que la vigilaban. En cuanto a rendirse ante un inglés. Juliana prefería pudrirse en una celda que entregar su cuerpo y su voluntad a uno de los soldados del rey. Le comunicó al joven su rechazo levantando con altivez la barbilla.
Avenel se metió la mano en el bolsillo y sacó otro pedazo de pan, lo desmenuzó y se lo echó al cisne:
—No todos estos caballeros poseen mi carácter agradable. Con tan sólo retorcerle el pescuezo o clavarle una daga, tu cisne ya no podrá protegerte. El único riesgo que corren es cometer la fechoría de hacerle daño a un cisne en Inglaterra. Al parecer, no es ningún crimen humillar a una escocesa. Tendrás que colaborar conmigo si quieres estar a salvo. —Hablaba en voz baja y decidida.
Juliana volvió a entrecerrar los ojos. Él se inclinó hacia ella y apoyó una mano en la carreta. Artan, atareado en sus mordisquees, ni siquiera levantó la mirada.
—El rey hace exhibición de su caballerosidad, pero detesta a todos los escoceses. Si cualquiera de esos borrachos se gana tu custodia, nadie podrá garantizar tu seguridad.
Asustada, ella lo miró con los ojos como platos. Tenía que confiar en él. Al menos, el joven había demostrado ser decente, aunque sus intenciones con respecto a ella fueran sin duda perversas.
—Déjale ver al rey que te he domado. Entonces podré ayudarte.
Juliana jamás se sometería a aquel joven para que él se ganara el favor de su rey. Ardiendo de furia, la muchacha volvió la cabeza.
—Es mejor ser domado por mí —murmuró Avenel— que por cualquiera de mis camaradas ebrios. Señora, dime... ¿recuerdas al Caballero Cisne en tus plegarias, como prometiste?
Ella, sin aliento, lo miró fijamente. Tan sólo el propio Caballero Cisne era capaz de conocer tal promesa.
Lo observó detenidamente. Los años habían acentuado los rasgos de su rostro y lo habían hecho más enjuto y duro, pero ahora Juliana reconocía al joven. Sus ojos eran como ella los recordaba, castaño oscuro, profundos y cálidos, enmarcados por unas pestañas negrísimas y unas cejas serias y rectas. Desde luego, aquel era el hombre que la había salvado en Elladoune.
Él ladeó la cabeza y sonrió:
—Veo que aún necesitas que alguien te rescate, Juliana Lindsay.
Con el corazón desbocado y la esperanza renaciendo en su pecho, ella asintió.
—Dame la mano. —Avenel extendió los dedos y ella posó los suyos en su palma abierta. El contacto era cálido, seco y fuerte—: Ahora, haz lo que yo te diga —murmuró—. Actúa como si te hubieras enamorado a primera vista de mí. —Se llevó la mano de Juliana a los labios y la besó.
Ante el beso, un escalofrío recorrió a la joven. Le temblaron las rodillas, y él la sujetó por el codo. La sonrisa de Avenel era inesperadamente cándida, de medio lado, y lleno de encanto natural.
Fingir amor a primera vista no era tan difícil. En aquel momento, Juliana sentía la misma adoración de años atrás, cuando él la había ayudado y ella le había preguntado su nombre. Llámame tu Caballero Cisne, le había respondido el joven.
Pero Juliana no podía confiar en aquel hombre, por mucho que quisiera. Él era un soldado inglés, y ella una prisionera escocesa.
Lo miró con el ceño fruncido. Avenel besó nuevamente sus dedos. Se inició un aplauso en medio de las risas.
—Sonríe, señora —murmuró Avenel.
El rey se levantó de su silla y se acercó a ellos.
La calidez de los dedos de Gawain y el roce de sus labios en los nudillos hicieron que los ojos de Juliana se llenaran de lágrimas. No había experimentado bienestar o gentileza desde hacía mucho tiempo. El áspero trato recibido últimamente la había debilitado y la había hecho sentir necesitada, pensó Juliana, severa. Sin dejar de fruncir el ceño, enderezó los hombros e intentó liberar su mano de la de él.
Avenel le cogió los dedos con mayor fuerza:
—Mírame como si tu corazón fuera a pertenecerme por siempre jamás —dijo Gawain lentamente—, no como si quisieras arrancarme el mío y cenártelo.
Ella cerró los ojos, confusa. Para salir de allí, se recordó, tenía que cooperar con aquel joven. Se forzó a sonreírle.
Él se volvió hacia el rey, levantando la mano de Juliana en alto e inclinando la cabeza. La sala se llenó de vítores y aplausos.
Artan, que ya había terminado de comerse las migajas, silbó y extendió las alas. Gawain miró al cisne, cuyo cuello oscilaba amenazadoramente:
—Si me muerde, echará a rodar la escena —dijo con seca ironía.
Juliana sintió unas repentinas ganas de reír, hasta que Gawain volvió a alzar sus entrelazadas manos y se volvió hacia el rey:
—Majestad —dijo—, la Doncella Cisne es mía.

Gawain miró de reojo a la muchacha. Su delicada mano temblaba, pero sus labios habían esbozado una hermosa sonrisa que se había clavado en él como una flecha. Contuvo el aliento.
El rey se acercó al carro. Gawain tenía que tomar las riendas de aquel asunto; no podía abandonar a la joven al juego del rey. Una vez más, había obedecido su instinto de protección hacia los demás aunque eso le había proporcionado más problemas que honor en el pasado.
Su mayor defecto, y lo sabía, residía en su tendencia a ayudar a todo aquel que lo necesitara, sin importarle lo que pudiera costarle a él. Era una debilidad admitida, y contra la cual no podía hacer nada.
Y, de algún modo. Juliana Lindsay parecía inducirle a comportarse así. El destino los había reunido más de una vez, y en cada ocasión Avenel se había dispuesto a defender la causa de la joven, aunque no la conocía de nada.
El rey Eduardo se acercó más. Gawain inclinó la cabeza:
—Señor, he domado a la Doncella Cisne, como vos pedisteis. Deseo reclamarla como de mi propiedad. —En realidad, lo que quería era obtener la custodia de Juliana y poder así enviarla de nuevo a Escocia.
Para su alivio. Juliana también inclinó la cabeza con modestia. El bonete de plumas y sus dorados cabellos brillaban como una corona y un velo. La joven se tambaleó un poco, y él la asió firmemente por el codo para que no perdiera el equilibrio.
El rey los escrutó a ambos:
—¿Cómo lo has conseguido, si los demás no han sido capaces? ¿Con algún tipo de hechizo mágico? —Se volvió al público, que rió el chiste con aprobación.
—No hay misterio alguno, señor. He obedecido el ejemplo de mi homónimo, Sir Gawain, que mostraba cortesía y amabilidad hacia los demás.
—Es fácil ser cortés con una preciosidad. —El rey miró de cerca a Juliana, levantándole la barbilla con un dedo. Ella volvió la cabeza a un lado en un claro gesto de silencioso insulto.
El rey frunció el ceño:
—¿Y cómo has amaestrado al cisne?
—Con un poco de pan, señor.
—Un hombre práctico. —En el momento que el rey se volvía, el cisne avanzó el pico con un movimiento veloz y le propinó un golpe.
Eduardo gruñó y dio un paso hacia atrás. Alargó la mano para agarrar a Juliana del brazo, pero ella se zafó—. Todavía no están domados, ninguno de los dos —dijo el rey, brusco.
—Lo estarán, os lo aseguro —murmuró Gawain.
—Hazlo, o la tarea será adjudicada a otro caballero.
Gawain asió la cadena de oro que rodeaba el cuello de la joven y tiró levemente de ella:
—Le aseguro a mi monarca que la dama será dócil y obediente, y que hará todo lo que yo ordene —murmuró—. Y también el cisne.
Juliana le miró fijamente mientras Eduardo asentía con aprobación y se alejaba, lenta y desgarbadamente.
—Compórtate —le siseó Gawain a Juliana—. Intenta actuar como si me adoraras. Y mantén en calma a ese cisne tuyo. —Esbozó una ancha y ostentosa sonrisa. Ella la correspondió, apretando los dientes.
El rey se volvió hacia ellos de repente:
—Qué tierno par de pajarillos..., la pálida doncella y su moreno caballero. Con tan sólo una palabra del apuesto joven, la muchacha se convierte en su dulce amante. Una advertencia, señor.
—Decid, alteza —repuso Gawain.
—Recuerda que los escoceses son conocidos por la rapidez con que cambian su lealtad. Puede que pierdas la devoción de la dama sin tan siquiera un aviso. Su compatriota Robert Bruce nos ha mostrado el lado amargo de su fidelidad últimamente, a pesar de que había renovado su voto de obediencia tres veces en audiencia pública..., ah, como precisamente nuestro buen Sir Gawain.
Gawain se puso tenso ante tal inferencia. Eduardo se alejó con paso lento:
—¿Qué te parece que la Doncella Cisne escocesa ofreciera su corazón a Inglaterra? —Miró a Gawain con los ojos relucientes—: Doma a la muchacha, y alecciónala según tu voluntad.
Gawain frunció el ceño:
—¿Que la aleccione, señor?
—Es obvio que no necesitas instrucciones para eso. Una mujer hace todo lo que un hombre quiere si este la maneja adecuadamente.
—Se volvió hacia el gentío, resplandeciente como un bufón al contar un chiste, empapándose en las risas con las manos levantadas. El rey, Gawain se daba perfecta cuenta, estaba totalmente borracho.
El enfurecido silencio del joven hacía juego con la inmovilidad de Juliana.
—Llévatela al norte con una escolta, y exhíbela encadenada con grilletes de oro —dijo el rey—. La cautiva Doncella Cisne mostrada de un lado a otro del país por caballeros ingleses. Servirá de ejemplo.
—¿De ejemplo de qué, señor? —preguntó Gawain con cautela.
—Del perjuicio que la rebelión les causa a los escoceses. Enséñale a la muchacha la lealtad hacia Inglaterra. Nosotros podemos acogerla en el seno de nuestro perdón si ella pronuncia tan hermoso voto como el tuyo. Sabemos que ahora ya entiendes el concepto de la lealtad.
Gawain hizo un esfuerzo por contener su ira:
—Desde luego, señor.
—Entonces, demuéstralo. Enséñale también un hermoso discurso.
—Alteza —dijo Gawain—, la dama no habla.
—Eso es a causa de su espíritu terco y rebelde. Pero se rendirá a tus deseos. Quiero veros a ambos en la corte de nuevo cuando eso esté hecho. —Eduardo lo dijo pavoneándose.
Aquello era una guasa dirigida a él, pensó Gawain, y por la mañana ya estará olvidada. Sintió unas terribles ganas de protestar. Entonces se dio cuenta de que su padrastro y sus hermanastros le estaban mirando con el semblante sombrío. Su familia sufriría si él se mostraba poco cooperador ahora.
—Como gustéis, alteza —repuso Gawain secamente.
—Muy bien —dijo Eduardo—. La muchacha obedecerá a su esposo inglés. Que sea el símbolo de Escocia dominada por Inglaterra.
—El rey sonrió maliciosamente y luego acalló el aplauso con un gesto de su mano.
La mano de Gawain asió con mayor presión el brazo de Juliana, aunque ella intentó zafarse como un halcón. El corazón de Gawain latía muy deprisa:
—¿Su esposo?
—La has reclamado para ti. Cásate con ella, pues.
—Señor —replicó Gawain con aspereza—, yo esperaba ganar su libertad.
—Tu padre me ha pedido ayuda para encontrarte una novia. Esta te irá como un guante. Cuando esté domada, tráela a Carlisle para que demuestre su lealtad. Eso probará también la tuya.
Una novia impuesta como castigo y aplicada como una prueba de lealtad.
—Alteza, he renovado mi voto hacia vos.
—Tu prometida cisne es una rebelde, criada en un nido de rebeldes. Esta sentencia es muy compasiva con ella.
—Desde luego —murmuró Gawain.
—Si demuestra ser leal, será todo un éxito por tu parte. Si se rebela, será tu fracaso.
A Gawain le tembló un músculo de la mejilla:
—Señor.
Los ojos de Eduardo brillaron:
—Ahora márchate y hazle a la joven esta noche lo que nosotros le haremos a Escocia. —Hizo una mueca perversa, y un sinfín de risitas se levantaron de entre el público.
Gawain notó que Juliana se estremecía. Siguió sujetándola del brazo sin mostrar su propia furia.
—Ese pájaro parece suculento. Nos lo cenaremos mañana. Esta noche, tú encontrarás a tu propio cisne tierno y delicioso, sin duda. —Eduardo sonrió de nuevo con malicia, y luego se volvió hacia el chambelán—. Ve a buscar a un sacerdote —le ordenó—. Acabaremos esta fiesta con una boda.
—Por todos los santos —refunfuñó Gawain.
El rey se alejó para hablar con sus consejeros, que se reunieron en torno a él como un ramillete de togas largas y oscuras, relucientes cotas de malla y rostros feroces. Ninguno de ellos se había reído durante el espectáculo, recordó Gawain.
Juliana emitió un gemido, lo más parecido a un sonido que había salido de ella.
—Te he prometido liberarte —le susurró Gawain—. Pero, como ves, no soy precisamente el caballero favorito de Eduardo. Te pido disculpas.
Ella le dirigió una gélida mirada.
Los caballeros abrieron paso al sacerdote, que se acercaba a toda prisa. Gawain se sentía como si le faltara el aliento. Juliana estaba de pie junto a él, muy quieta, tensa, su brazo aún asido por la mano del joven. Detrás, el cisne silbaba de nuevo.
Gawain vio a su padrastro y sus hermanastros a un lado de la multitud. Henry asentía con la cabeza en un gesto que le demostraba su apoyo, pero Gawain no se sintió reconfortado por ello. Estaba a punto de cumplir con un capricho fomentado por la embriaguez del rey y de celebrar una farsa del sagrado sacramento del matrimonio.
Al menos, pensó, podría pagar parte de la deuda de honor que le debía al primo de la joven, James Lindsay. Ahora, Juliana quedaría bajo la protección de Gawain, y él podría enviarla de nuevo a Escocia.
Su conciencia se sentiría un poco aliviada al saber que había ayudado a un miembro de la familia Lindsay.
Por otra parte, su inminente boda con la joven prima rebelde de James Lindsay lo aturdía completamente. Gawain dudaba que la muchacha llegara jamás a desarrollar ningún tipo de lealtad hacia Inglaterra. Los suyos eran rebeldes hasta la médula, y ella parecía ser como toda su parentela. Gawain sospechaba que su inquebrantable silencio era pura terquedad.
El sacerdote entonaba el texto del matrimonio en latín, y Gawain repetía las frases que lo unían a la joven, legalmente y para siempre.
Miró a Juliana. No era la imagen de una novia enamorada, sino claramente furiosa. Tenía las mejillas sonrosadas, los labios apretados, y de sus ojos azules brotaban chispas. En la carreta, el cisne seguía silbando. Una grotesca música de boda, pensó Gawain.
—La muchacha debe decir en voz alta los votos —dijo el sacerdote, alejándose gradualmente del cisne.
Juliana negó con la cabeza.
—Puede asentir, entonces —consintió el clérigo.
Esta vez, Juliana sacudió la cabeza con más vehemencia aún.
—¿Es sorda y muda? —preguntó el oficiante.
—No es sorda —repuso Gawain entre dientes. Juliana levantó la barbilla, desafiante. Él se inclinó hacia ella—: Asiente, Juliana —murmuró. La joven lo miró fijamente—. Cásate conmigo y podré salvar a ese pájaro de la cazuela. —La mirada de la joven se hizo más intensa—. Lo juro —dijo Gawain. Le había prometido muchas cosas en pocos minutos, pero cumpliría esta última promesa fuera como fuera.
El sacerdote repitió los votos. Juliana suspiró y asintió lentamente.
—Muy bien —dijo el clérigo, y luego les dio la bendición—. Puedes besar a la novia —concluyó, mirando a Gawain.
Él se inclinó hacia la joven y le rozó los labios con los suyos. Juliana estaba muy quieta y el roce fue suavísimo. Gawain sintió un breve estremecimiento de placer. La sangre le hirvió y el corazón se le desbocó como si fuera un chiquillo enamorado y azorado.
El rey dio un ligero aplauso de aprobación y se acercó a la pareja:
—Bien hecho —anunció—. Ahora, llévate a tu Doncella Cisne y haz que deje de ser doncella... —Se alejó sonriendo maliciosamente.
—Señor —dijo Gawain—. ¿Puede mi... esposa ser liberada de sus cadenas?
Eduardo le ignoró y les hizo una señal a los músicos para que tocaran de nuevo. Volvió a ocupar su asiento mientras los sirvientes corrían a llenar su copa de vino y a ofrecerle bandejas de golosinas.
Gawain se quedó de pie junto a Juliana, que seguía totalmente callada e inmóvil. Las puertas de la sala se abrieron de par en par y entró el siguiente carro con un enorme castillo hecho de frutas y dulces.
El entretenimiento que Gawain y Juliana habían proporcionado al público ya había llegado a su fin.
Uno de los guardias se acercó a Gawain:
—Puede llevarse a la muchacha con usted, señor, pero sigue siendo una prisionera. Les seguirá una escolta. Mañana por la mañana recibirá órdenes a través de un mensajero. Por ahora, esperaremos en el patio.
El hombre le dio la espalda. Gawain tuvo una idea y lo siguió hasta un lugar donde Juliana no pudiera oírle. Ella se quedó esperando, un tanto tambaleante.
—¡Señor! —Gawain colocó una moneda de oro en la mano del hombre—. Cerciórese de que ese cisne sea llevado al río y puesto en libertad, en lugar de conducido a las cocinas —le dijo en tono sereno pero muy firme.
El guardia asintió, pensativo:
—Por una buena moneda puede hacerse cualquier cosa. Me encargaré de ello. El rey puede comerse a cualquier otro cisne, ¿no es así?
—Y le guiñó el ojo.
—Gracias. —Gawain volvió hacia Juliana y la asió del brazo para llevársela de la sala. Ella miró al cisne con un sollozo, caminando a tropiezos, visiblemente angustiada.
—Vámonos, señora. Venid. —Gawain la condujo apresuradamente hacia la puerta.
Ella se tambaleó, y él se dio cuenta de que sin duda le habían suministrado algún tipo de poción para debilitarla. La levantó en brazos y cruzó con ella las enormes puertas de la estancia.
Pasó a toda prisa junto a sirvientes y carros llenos de platos sucios y restos de comida. Recorrió a zancadas el pasillo iluminado por la luz de las antorchas y bajó las escaleras que llevaban al patio.
La muchacha iba en sus brazos completamente callada. Las cadenas de oro tintineaban al ritmo de los pasos de Gawain mientras bajaban las escaleras. Llegaron al exterior, a la noche negra y lluviosa, y
Gawain la dejó en el suelo. Juliana se apoyó contra su hombro, totalmente fatigada.
—Ya casi está —le dijo él, mirándola.
Apareció un guardia, el mismo con el que Gawain había hablado momentos antes. Les traía los caballos de Gawain, ambos ensillados: Gringolet, un bayo oscuro y fornido de los establos de su padre, y Galienne, un palafrén gris, una yegua tranquila que Gawain solía montar para que el caballo descansara.
—Lo que me ha pedido ya está hecho, señor —dijo el guardia—.
Me he ocupado yo mismo del asunto. Lo soltarán mañana por la mañana.
—Gracias. —El guardia acercó la yegua y Gawain ayudó a Juliana a subir a la silla—. Se llama Galienne —le dijo—. ¿Sabes montar?
Ella le dirigió una mirada que indicaba que la pregunta era ridícula, cogió las riendas con sus manos encadenadas e hizo que el animal girara la cabeza. La lluvia había aplastado las plumas del bonete de Juliana y había convertido su dorada melena en mechones empapados.
Pero enfundada en el vestido de satén blanco la joven seguía con la espalda erguida y con el pulso increíblemente firme sobre las riendas.
Sí, desde luego, pensó Gawain, aquella joven sabía montar perfectamente bien.
Se encaramó de un salto a lomos de Gringolet y lo guió junto a la yegua. Se desabrochó la capa negra, la echó sobre los hombros de Juliana y le cubrió la cabeza con la capucha.
Ella le dirigió una furtiva y cauta mirada.
—Estás empapada —le dijo Gawain simplemente. Su padrastro y sus hermanastros llegaron al patio. Él esperó a que montaran sus caballos.
Sin poder evitarlo, la mirada se le iba una y otra vez hacia su silenciosa, serena y misteriosa recién desposada.

estoy ardiendo en versos que no nacen. Los siento, sin cabeza, remover el caudal de sangre virgen - alfilerazos hondos - en las hebras au...