La cisne
El tamborileo de la lluvia y el golpeteo de los cascos de los caballos sobre el suelo parecían retumbar como truenos en las oscurísimas calles de Newcastle-upon-Tyne. Juliana cabalgaba en el centro del grupo, formado por guardias y hombres Avenel. Reconoció al más joven de ellos como Sir Robert... Robin, le llamaban los otros.
Gawain cruzó delante de ella la Puerta Negra que daba paso desde el castillo a la ciudad amurallada, donde las calles empedradas y repletas de casas brillaban bajo la lluvia. Uno de los guardias guiaba el caballo de Juliana, aunque ella podría haber conducido perfectamente aquella dócil montura.
Nadie hablaba con la joven, y ella permanecía como siempre en silencio. Hacía tanto tiempo que no hablaba, que se preguntaba si su voz se habría debilitado por el desuso. Temblaba a causa del gélido viento, y se sentía agradecida por llevar puesta la capa que Gawain le había echado sobre los hombros.
Él iba delante, con la cabeza descubierta y sus anchos hombros bien erguidos. Juliana lo miraba a menudo, consciente de los sutiles lazos que los unían. Su marido..., aquella palabra sonaba extrañamente amenazadora. El miedo se apoderó de Juliana cuando esta se preguntaba qué exigiría Gawain en su noche de bodas.
Un guardia portaba una antorcha delante de ellos, pero su luz a duras penas rompía la espesura de la lluvia y las sombras. La inmensa mole de una iglesia rasgaba la noche, y el río relucía como una cinta de seda a lo lejos.
Los jinetes siguieron un abrupto camino secundario lleno de curvas y se detuvieron ante un edificio de madera encalada cuyo tercer piso parecía asomarse a la calle. La puerta se abrió y dejó salir una luz dorada que se derramó sobre el húmedo empedrado. Una mujer esperó en el quicio a que los hombres desmontaran, y un muchacho salió de la casa para llevarse los caballos.
Gawain se volvió hacia Juliana y levantó los brazos para ayudarla a bajar:
—Esta es la posada donde mis parientes y yo nos hemos hospedado. Pasaremos la noche aquí. —Le rodeó la cintura con las manos.
Juliana descendió del caballo y se propuso no mirar a Gawain. Él la condujo al interior de la posada, y la mujer los dejó pasar delante de ella hacia la estancia de techo bajo y luz mortecina.
—Hola, señora Bette —saludó Gawain.
—Hola, señor. Veo que ha traído una invitada de la fiesta del rey.
—Bette cerró la puerta, echó el pasador y se volvió hacia ellos. Era una mujer fornida, de cabellos grises que asomaban por debajo de un pañuelo de cabeza blanco, y que iba enfundada en una bata negra. Le echó a Juliana una rápida ojeada—: No tengo ninguna habitación libre para ella. ¿Con quién va? Sir Henry ha subido a su aposento, con los otros. Ha pedido ponche caliente, y dice que quiere verle a usted ahora mismo.
Gawain quitó la capa de encima de los hombros de Juliana, la colgó de una clavija en la pared y se sacudió las gotas de lluvia de las mangas de la oscura casaca. Juliana se volvió hacia Bette con las manos juntas delante de ella, unidas por la cadena de oro.
—¡Por todos los santos, está encadenada! —exclamó Bette—. ¿Es una comediante? Eh... señor..., ¿es una prostituta?
—Es una prisionera del rey. Nos han confiado su custodia.
—¡Una prisionera! ¡No tenemos calabozos, aquí! La Corona nos deberá su hospedaje, y será una auténtica proeza cobrarlo del contable real, en Sand Gate. Ese hombre es una lagartija.
—La Corona no os debe nada por su hospedaje —replicó Gawain—. Lo pagaré yo. Es mi esposa. Un regalo del rey.
—Su esposa... —Bette lo miró fijamente. Y luego observó detenidamente a Juliana, que tenía la mirada clavada en ella, con absoluto descaro—. Bueno, no es fea, y puede que complazca a cualquier hombre pero, ¡que Dios nos asista, es una criminal!
—Tan sólo es una rebelde escocesa.
Esposa, pensó Juliana. Escocesa. Rebelde. Gawain no se había molestado en mencionar su nombre, aunque lo conocía. Frunció el ceño.
Bette parecía escéptica:
—Bueno, la joven necesita un baño. Me la llevaré a su habitación.
Y le deseo suerte en su matrimonio.
—Gracias —repuso Gawain—. Deje que se bañe en privado mientras yo me reúno con Sir Henry. Y haga el favor de prepararle algo caliente para comer, si es tan amable. —Tomó la mano de la posadera, y Juliana vio el destello de una moneda. Bette asintió y se ruborizó como una chiquilla. Gawain cruzó la estancia y se fue escaleras arriba.
—Ven, querida, debes de estar agotada —dijo Bette, agarrándola del brazo—. ¿Y cómo vas a bañarte con esas cadenas? No podemos sacarte el vestido, y es demasiado bonito para romperlo. Bueno, lávate como puedas —añadió, mirándola de arriba abajo con gesto crítico—. ¿Por qué vas vestida así? Pareces un pato.
—Según lo que el chambelán del rey me ha dicho cuando ya me iba del castillo —dijo Henry—, Walter de Soulis va a viajar hacia el norte contigo y la dama, y llevará toda una escolta.
—¿Walter de Soulis? —preguntó Gawain, ceñudo. Se sirvió una copa de ponche con especias, una bebida calmante que su padre gustaba de tomar antes de meterse en la cama. Dados los acontecimientos de la velada, él hubiera preferido algo bastante más fuerte.
—Sí, es el alguacil del rey en el condado de esa muchacha..., tu, eh, esposa —repuso Henry—. Edmund sabe algo de eso. ¿Verdad, Ned?
—He estado investigando acerca de la joven en el salón —intervino Edmund—. Ha sido una farsa vergonzosa, esa boda. Has salvado a la dama de un destino fatal al librarla de las garras de cualquiera de esos borrachos.
—Ya sabemos que no era tu intención casarte con ella —terció
Robin. Estaba sentado en una banqueta, junto al fuego—. Aunque puede que no sea tan mala idea..., es una bonita mozuela.
—Dama —corrigió Gawain, irritado—. Señorita. Muchacha. Chica, si me apuras. No es una mozuela. Ahora ya eres caballero, y no un patán con espada.
Robin lo miró con gesto sorprendido, y Henry alzó una mano en señal de poner paz. Gawain se volvió y se sirvió un poco más de ponche. No tenía la intención de bebérselo, pero necesitaba hacer algo.
—Sea como sea —habló Edmund rompiendo el tenso silencio—, ese tal De Soulis ha sido nombrado primer Maestro de Cisnes de Escocia... un título honorario, creo, ya que un alguacil no tiene tiempo libre para cuidar cisnes reales en Escocia durante una campaña de guerra.
—El rey se apropió de la importancia simbólica de los cisnes el pasado mayo, cuando organizó la primera Fiesta de los Cisnes en Londres —dijo Henry—. Sin duda eso está tras ese nombramiento.
Gawain tomó un largo trago:
—Conozco a De Soulis. Arrasó el castillo de Elladoune la noche que me acusaron de ayudar a los rebeldes. Juliana Lindsay vivía allí.
Fue la primera vez que la vi.
—¡Por todos los santos! ¿La ayudaste aquella noche? —preguntó Henry—. No habías mencionado ese detalle, que yo recuerde.
Gawain se encogió de hombros:
—A ella y a otros... Una madre y sus hijos que escapaban mientras su casa era devorada por las llamas. Pagué por ello en una disculpa pública. Ya pasó.
—No del todo —replicó Henry, grave. Gawain miró a su padrastro, cuyos ojos color avellana eran penetrantes, aunque su semblante fuera tan sereno como de costumbre—. Ahora has vuelto a encontrarte con esa joven, y te has casado con ella por orden del rey... y debes mantener trato con el hombre que te delató hace años. Por lo tanto, no ha pasado del todo, ¿no es cierto? —Henry frunció el ceño.
Gawain dio un sorbo. El vino especiado le trazó un ardiente camino garganta abajo:
—¿Qué más sabemos acerca de esa muchacha?
—Que en tus manos está protegerla, por los lazos legales y sagrados —repuso Henry—. Eso también lo sabemos.
—Qué buenas noticias —replicó Gawain, mordaz. Dirigió una rápida mirada a su padrastro, que lo observaba con cierta simpatía severa.
—Puede que salga algo bueno de todo esto.
—Es muy chocante encontrarme casado de repente —admitió Gawain—. Pero si con eso consigo que mi madre se sienta satisfecha, es suficiente para mí. —Miró alrededor y vio que todos asentían lentamente, sin muestras de alegría.
—Cierto —concedió Henry, en tono grave—. Ned, ¿qué más has averiguado sobre la esposa de Gawain?
—Vive en un lugar llamado Abadía de Inchfillan, bajo la protección de un familiar, un abad agustino.
—¿Se ha casado con una novicia? —preguntó Robin.
—No, el abad es su tutor. De Soulis también se llevó a los hermanos de la joven, antes de traerla hacia el sur con ese cisne mudo. El rey Eduardo había pedido un par de cisnes escoceses, y su Maestro de Cisnes se los consiguió.
—De Soulis tiene un pésimo sentido del humor —dijo Gawain, masticando las palabras.
—Uno de los guardias me ha dicho que la joven es conocida como la Doncella Cisne en la zona donde vive —continuó Edmund, y se encogió de hombros—: No sé por qué.
Gawain hizo girar el vino en su copa. Él sí sabía exactamente de dónde venía ese sobrenombre:
—¿Se llevaron a sus hermanos? He oído decir que hay dos Lindsay, mayores que ella, luchando al lado de Robert Bruce.
James Lindsay había mencionado a sus primos. Gawain meneó ligeramente la cabeza ante la ironía de aquel embrollo.
—Ahora eres responsable de ella —dijo Robin—. Pero ¿cómo vas a convertirla en una fiel dama inglesa?
—Francamente, no creo que eso sea posible. —Gawain asió uno de los taburetes que había junto al fuego, se sentó en el cuero tensado y apoyó los codos sobre las rodillas—. Yo tan sólo quería liberarla y enviarla de vuelta a Escocia. No entraba en mis planes nada más.
—La devolverás a Escocia... y tendrás que hacerte cargo de su custodia el resto de tu vida. —Henry se paseaba arriba y abajo de la estancia, frotándose la mandíbula. Su pelo castaño se había vuelto más gris, advirtió Gawain. Henry era un hombre atractivo e inteligente, el parangón de un caballero de la corte de Eduardo. El rey valoraba sus consejos y su amistad, y su pericia militar era respetada por muchos.
Gawain se consideraba afortunado de llamarle padrastro y mentor.
—Pero para conducirla hasta Escocia, tiene que llevar las cadenas puestas durante todo el viaje —intervino Robin—. ¿No es eso lo que ha dicho el rey?
—Sí, para que toda Inglaterra pueda ver a la cautiva escocesa —repuso Edmund—. Un plan diabólico.
—Me niego a tratar así a una mujer —manifestó Gawain—. El rey está loco si espera eso de mí.
—Así lo parece, a veces —convino Henry—. Admito que su odio hacia los escoceses se hace cada vez menos razonable. Pero si ordena que la joven debe ir encadenada, y envía una escolta para comprobar que así sea, no hay nada que puedas hacer.
—Puede que sí haya algo —repuso Gawain con firmeza.
—La insubordinación —replicó Henry— no hace honor al nombre de Avenel.
—Las cadenas de oro son delicadas, y totalmente imprácticas para trasladar un prisionero —siguió Gawain—. Se rompen con facilidad.
—Tienes la maldita costumbre de ayudar a los demás sabiendo que eso tan sólo te causará problemas —dijo Henry, serio.
—Será mejor que esas cadenas resistan —refunfuñó Edmund—, o todos los Avenel pagaremos por ello.
Gawain miró su copa con el ceño fruncido, consciente de lo certero de aquella afirmación. Henry miró por la ventana hacia la lluviosa noche. Después de un breve momento, rebuscó en su bolsillo y sacó un pequeño objeto. Se lo lanzó a Gawain.
Este lo agarró al vuelo con un hábil movimiento, y luego abrió la mano. Vio en la palma una pequeña llave de hierro. Miró a Henry.
—El rey me la ha confiado —explicó su padrastro—. Yo te la confío a ti. Úsala con juicio.
Gawain asintió y se dirigió hacia la puerta:
—Es tarde. Os deseo buenas noches. Nos vamos por la mañana, mi... esposa y yo. ¿Alguno de vosotros nos acompaña en nuestro viaje hacia el norte?
—Robin sale para el castillo de Avenel mañana —repuso Henry—.
Edmund y yo debemos quedarnos en Newcastle, por ahora.
—-Muy bien. Buenas noches. —Gawain era consciente de que su familia se preguntaba si dormiría con su nueva esposa aquella noche.
Él también se lo preguntaba, de hecho. Descorrió el cerrojo.
—Gawain —dijo Henry—. Gracias.
Gawain se volvió, sorprendido:
—¿Por qué, señor? Casi he arruinado el nombre de Avenel con todos mis actos de desobediencia. Peor aún: Geoffrey... está muerto, en parte por mi culpa —murmuró—. Y el espectáculo de la velada de hoy no mejora mucho las cosas.
—La muerte de Geoffrey ha sido muy dura para todos, pero no se le puede reprochar a nadie —repuso Henry—. Sabemos que has arriesgado mucho y que has dado mucho también para proteger nuestro bienestar. Te estamos agradecidos.
Gawain tomó aire para responder, pero no le salió la voz. Asintió lentamente, abrió la puerta y salió sigilosamente al pasillo.
La pequeña habitación estaba en completo silencio, e iluminada tan sólo por la tenue penumbra de un brasero y una sola vela.' Fuera, la lluvia golpeaba las paredes, y eso le daba a la estancia un aire acogedor.
Gawain entró en ella a la luz de la vela, se acercó a la cama y observó.
Juliana estaba allí, tumbada entre varios cojines, con la colcha de piel cubriéndola hasta los hombros. Todavía llevaba puesto el vestido de satén blanco, aunque el bonete ya descansaba sobre la mesilla. Su pálida melena parecía hecha de plata y rayo de luna, y los suaves rasgos de su rostro aparecían serenos. Gawain alargó la mano, pero no llegó a tocar a la joven.
Quería una esposa, pensó, pero no de aquel modo. Teniendo la guerra y el continuo viajar como estilo de vida, a menudo los caballeros anhelaban la paz y la tranquilidad de un hogar y una familia, y Gawain no era distinto, ya lo sabía. Tenía la esperanza de encontrar algún día una dulce joven que le diera calor a su corazón y compartiera su vida con él.
Sin saber qué hacer con este matrimonio, pues se sentía torpe y aturdido, se sentó en la cama, junto a Juliana, y la observó. Dormía profundamente, y su respiración era tranquila y acompasada. La visión de la muchacha era tan dulcemente perfecta... Una belleza rubia de sonrosadas mejillas, labios de suaves curvas, y con sus delicadas manos juntas descansando bajo la almohada... y encadenadas.
Gawain frunció el ceño y utilizó la pequeña llave para abrir el collar. Deslizó una mano bajo la cabeza de Juliana y le quitó la metálica atadura, dejando la sinuosa curva de su cuello al descubierto. Con un solo dedo acarició la rosada marca que la cadena había allí dejado.
Luego, liberó también las muñecas de la joven, y dejó las cadenas sobre la mesilla. Juliana gimió en sueños, y él la calmó con una leve caricia en la frente.
No se atrevió a seguir, porque sentía que el deseo lo invadía de modo rápido e intenso. Ceder ante ello era algo impensable. La joven había sido apartada a la fuerza de su hogar, encarcelada, humillada, obligada a casarse. Gawain no tenía la intención de exigirle que cumpliera con su deber marital, a pesar de las groseras indicaciones del rey.
Se puso en pie, apagó la vela y se dirigió a oscuras al otro lado de la cama, escuchando el incesante golpeteo de la torrencial lluvia, se quitó las botas y la ropa, excepto los calzones. Aquella noche de bodas no era como la mayoría. La muchacha podía despertarse y tomarlo por un libertino descarado si él seguía su habitual costumbre de dormir desnudo.
Todo lo que Gawain quería era descansar un poco. Se sentía exhausto por todo lo acontecido en la velada, y por el disparatado giro que había tomado su futuro. Por la mañana, ya pensaría con mayor serenidad y claridad en sus obligaciones. Recibiría órdenes y se encontraría con su escolta; cayó en la cuenta de que todavía no sabía hacia qué parte de Escocia se dirigirían ni cuáles serían sus deberes militares.
Una ráfaga especialmente fuerte de viento y lluvia hizo temblar las cerradas contraventanas. El mundo exterior se encontraba inmerso en pleno cataclismo, pensó Gawain, exactamente igual que su propio mundo interior. Se metió entre las sábanas. El somier de sogas crujió mientras Gawain se acomodaba y cerraba los ojos.
Tenía muchas cosas en las que pensar..., demasiadas para que un hombre tan cansado las solucionara en una sola noche. Concentrándose tan sólo en el sonido de la lluvia, se dejó vencer por el sueño.
Capítulo 6
Juliana seguía sentada muy erguida y alerta, saludando a los caballeros, uno a uno, en el más gélido silencio. Uno tras otro se acercaban a ella, algunos ebrios y farfullando, unos cuantos tensos y subidos de tono. A pesar de la niebla provocada por la poción de hierbas, la joven se mantenía muy digna y serena.
Ignoraba la mayoría de asedios y proposiciones hasta que los caballeros se alejaban de ella, ante las risas de todos los presentes. Otros eran más descarados, más brutos, y la empujaban e incluso se atrevían a acariciarla. Las carcajadas parecían ser un cántico de cacería, interpretado por rudas voces masculinas con apenas alguna risita ahogada femenina entre ellas. La sensación de desespero y miedo de la muchacha aumentó.
Daba manotazos, volvía el rostro para evitar los besos borrachos.
A su lado, el cisne emitía silbidos sin cesar, movía la cabeza de un lado a otro sobre su sinuoso cuello y alzaba las alas para asestar algún que otro golpe.
Uno de los hombres intentó levantar a Juliana en brazos y Artan arremetió contra él, dándole entre la muñeca y el codo. La joven oyó claramente el desagradable chasquido de huesos rotos. El hombre soltó un alarido y se hizo atrás sujetándose la dolorida extremidad:
—¡Mi muñeca! ¡Ese pájaro me ha partido la muñeca! —aulló. Algunos de los espectadores se rieron, mientras otros aplaudían la proeza del cisne.
Otro caballero se acercó a Juliana y la agarró por el brazo. Ella logró zafarse y Artan batió las alas y echó el cuello hacia delante. El soldado esquivó al animal y le acarició la mejilla a la joven, gruñendo satisfecho.
Dejándose llevar por su furia y su instinto. Juliana le mordió un dedo.
El hombre gimió y echó el brazo hacia atrás para tomar impulso y abofetear a Juliana. En ese momento, un caballero de oscuros cabellos salió de entre la multitud y con la mano apoyada en la empuñadura de su daga se dirigió al hombre:
—Déjala en paz —gruñó.
—Maldita bruja cisne salvaje —murmuró el otro—. No se la puede domar... ¡La dejo para ti, Avenel! —Y se alejó tambaleante.
El caballero de negro volvió a meterse entre el gentío sin dejar de mirar a Juliana. Ella lo observaba fijamente, pasándose el dorso de la mano por los labios y con un mechón cayéndole sobre los ojos. El rostro de aquel joven le resultaba familiar, pero no lograba recordar dónde lo había conocido, ni cuál era su nombre.
Incluso sin aquel gesto de protección hacia ella, Juliana se habría fijado en él. Era un cuervo entre pavos reales, vestido de negro en medio de caballeros de trajes chillones. Más alto que la media, ancho de hombros y esbelto, aquel joven no sonreía mientras todos los demás hacían bromas y parloteaban. Sus negros ojos poseían una intensa mirada, y sus oscuros y brillantes cabellos enmarcaban un rostro de una belleza masculina perfectamente cincelada. De él emanaba un poder sereno.
Y, sin embargo, aquel joven estaba en la cola, aguardando su turno para acercarse a ella. Juliana dejó de mirarlo. Su gesto había sido de posesión, y no protector.
Otro caballero se aproximó a la carreta y balbuceó un saludo ininteligible. Luego, alargó el brazo y asió a la joven:
—¡Una noche de estas mi cama la domará! ¡Ven aquí, pequeña cisne! —Los presentes soltaron una carcajada y gritaron palabras de ánimo al hombre.
Juliana pateó y forcejeó, y Artan silbaba, tensando la cadena que lo sujetaba. El caballero levantó un brazo para protegerse de un fulminante golpe de ala y consiguió arrastrar a Juliana hasta casi sacarla del carro.
—Suéltala —ordenó el rey—. Esto es cada vez más aburrido. Es una pobre demostración de cómo actúa un caballero, y un espectáculo deprimente. Vamos, lárgate. ¡El siguiente!
El soldado dejó a Juliana de pie en el suelo y se alejó refunfuñando. La joven se apoyó en el carro; le temblaban las piernas.
—La Doncella Cisne tiene que ser domada, y merece una lección —proclamó Eduardo—. Esta exhibición ha sido divertida, pero hay sacerdotes y damas entre nosotros. No podemos ofenderlos. ¿Quién, de entre los presentes, puede ganarse la obediencia de esta joven... y su amor?
Juliana se irguió, aunque la cabeza le daba vueltas y las rodillas se le doblaban. Esperó, orgullosa y digna, mientras el cuello y los hombros se le tensaban bajo el peso de las cadenas y de los grilletes.
Un caballero avanzó. Era un joven de pelo castaño claro y agraciado rostro que con el tiempo se convertiría sin duda en atractivo. Artan alargó el cuello para emitir un silbido parecido al de una serpiente y abrió las alas.
—Se... señora —dijo el joven caballero—, no quiero haceros ningún daño. —Juliana apoyó la cabeza en el carro, aturdida y agotada. Artan silbó. El caballero miró nervioso al pájaro—. Robin... Me llamo Sir Robin Avenel. Mi hermanastro es Sir Gawain Avenel, el hombre que os ha defendido hace escasos momentos. A mí también me complacería protegeros. —Robin sonrió torpemente.
Juliana echó un rápido vistazo hacia Gawain Avenel, el caballero de negro, que seguía observando con semblante severo.
—Si tenéis la bondad, señora, consentid en venir conmigo. —El joven caballero le ofreció una mano.
Artan, con un rápido movimiento de su cuello, alcanzó a morderle. Robert dio un salto hacia atrás, sacudiendo la mano.
—Observa, muchachito, y aprende cómo se hace —intervino otro caballero, un hombretón de capa azul. Empujó a Robin a un lado y asió la mano de Juliana. La besó en los dedos con labios calientes y repulsivos—: Preciosa, deja que te muestre las delicias de la cautividad. —Le acarició el bonete de plumas—. Ven conmigo y descubre el placer.
Juliana se apartó de él. Artan alargó el cuello para morderlo. El hombre se hizo atrás rápidamente, soltando un reniego:
—Con ese cisne diabólico y un caballero negro para protegerla, ningún hombre podrá ganar a la dama —rezongó—. ¡Avenel, a ver si tú consigues algo mejor!
El caballero negro se acercó a la joven. Alargó la mano, como todos los otros habían hecho. Juliana esperaba que Artan también lo mordiera a él.
Avenel abrió la mano y echó unas migajas de pan al interior del carro. Artan se abalanzó sobre la comida.
El caballero enarcó una ceja y miró a Juliana:
—¿Tienes hambre? —murmuró—. Puedo conseguirte algo más sabroso que migajas de pan, si lo deseas.
Sorprendida, ella negó con la cabeza.
—Me imagino que te gustaría acabar con toda esta estupidez —le dijo él, suavemente.
Ella asintió, y levantó la mirada hacia sus ojos.
—Entonces, ven conmigo, y todo irá bien.
Ella volvió a negar otra vez con la cabeza. La actitud serena del joven era tranquilizadora, consoladora incluso, pero sus intenciones no eran distintas de las de los otros.
—Lady Juliana —murmuró el caballero—, esta competición para ganarte se prolongará durante toda la noche, a menos que te rindas a alguien.
Ella entrecerró los ojos. ¿Cómo sabía él su nombre? El rey no lo había anunciado. Debía ser un caballero muy próximo al monarca, o amigo de los guardias que la vigilaban. En cuanto a rendirse ante un inglés. Juliana prefería pudrirse en una celda que entregar su cuerpo y su voluntad a uno de los soldados del rey. Le comunicó al joven su rechazo levantando con altivez la barbilla.
Avenel se metió la mano en el bolsillo y sacó otro pedazo de pan, lo desmenuzó y se lo echó al cisne:
—No todos estos caballeros poseen mi carácter agradable. Con tan sólo retorcerle el pescuezo o clavarle una daga, tu cisne ya no podrá protegerte. El único riesgo que corren es cometer la fechoría de hacerle daño a un cisne en Inglaterra. Al parecer, no es ningún crimen humillar a una escocesa. Tendrás que colaborar conmigo si quieres estar a salvo. —Hablaba en voz baja y decidida.
Juliana volvió a entrecerrar los ojos. Él se inclinó hacia ella y apoyó una mano en la carreta. Artan, atareado en sus mordisquees, ni siquiera levantó la mirada.
—El rey hace exhibición de su caballerosidad, pero detesta a todos los escoceses. Si cualquiera de esos borrachos se gana tu custodia, nadie podrá garantizar tu seguridad.
Asustada, ella lo miró con los ojos como platos. Tenía que confiar en él. Al menos, el joven había demostrado ser decente, aunque sus intenciones con respecto a ella fueran sin duda perversas.
—Déjale ver al rey que te he domado. Entonces podré ayudarte.
Juliana jamás se sometería a aquel joven para que él se ganara el favor de su rey. Ardiendo de furia, la muchacha volvió la cabeza.
—Es mejor ser domado por mí —murmuró Avenel— que por cualquiera de mis camaradas ebrios. Señora, dime... ¿recuerdas al Caballero Cisne en tus plegarias, como prometiste?
Ella, sin aliento, lo miró fijamente. Tan sólo el propio Caballero Cisne era capaz de conocer tal promesa.
Lo observó detenidamente. Los años habían acentuado los rasgos de su rostro y lo habían hecho más enjuto y duro, pero ahora Juliana reconocía al joven. Sus ojos eran como ella los recordaba, castaño oscuro, profundos y cálidos, enmarcados por unas pestañas negrísimas y unas cejas serias y rectas. Desde luego, aquel era el hombre que la había salvado en Elladoune.
Él ladeó la cabeza y sonrió:
—Veo que aún necesitas que alguien te rescate, Juliana Lindsay.
Con el corazón desbocado y la esperanza renaciendo en su pecho, ella asintió.
—Dame la mano. —Avenel extendió los dedos y ella posó los suyos en su palma abierta. El contacto era cálido, seco y fuerte—: Ahora, haz lo que yo te diga —murmuró—. Actúa como si te hubieras enamorado a primera vista de mí. —Se llevó la mano de Juliana a los labios y la besó.
Ante el beso, un escalofrío recorrió a la joven. Le temblaron las rodillas, y él la sujetó por el codo. La sonrisa de Avenel era inesperadamente cándida, de medio lado, y lleno de encanto natural.
Fingir amor a primera vista no era tan difícil. En aquel momento, Juliana sentía la misma adoración de años atrás, cuando él la había ayudado y ella le había preguntado su nombre. Llámame tu Caballero Cisne, le había respondido el joven.
Pero Juliana no podía confiar en aquel hombre, por mucho que quisiera. Él era un soldado inglés, y ella una prisionera escocesa.
Lo miró con el ceño fruncido. Avenel besó nuevamente sus dedos. Se inició un aplauso en medio de las risas.
—Sonríe, señora —murmuró Avenel.
El rey se levantó de su silla y se acercó a ellos.
La calidez de los dedos de Gawain y el roce de sus labios en los nudillos hicieron que los ojos de Juliana se llenaran de lágrimas. No había experimentado bienestar o gentileza desde hacía mucho tiempo. El áspero trato recibido últimamente la había debilitado y la había hecho sentir necesitada, pensó Juliana, severa. Sin dejar de fruncir el ceño, enderezó los hombros e intentó liberar su mano de la de él.
Avenel le cogió los dedos con mayor fuerza:
—Mírame como si tu corazón fuera a pertenecerme por siempre jamás —dijo Gawain lentamente—, no como si quisieras arrancarme el mío y cenártelo.
Ella cerró los ojos, confusa. Para salir de allí, se recordó, tenía que cooperar con aquel joven. Se forzó a sonreírle.
Él se volvió hacia el rey, levantando la mano de Juliana en alto e inclinando la cabeza. La sala se llenó de vítores y aplausos.
Artan, que ya había terminado de comerse las migajas, silbó y extendió las alas. Gawain miró al cisne, cuyo cuello oscilaba amenazadoramente:
—Si me muerde, echará a rodar la escena —dijo con seca ironía.
Juliana sintió unas repentinas ganas de reír, hasta que Gawain volvió a alzar sus entrelazadas manos y se volvió hacia el rey:
—Majestad —dijo—, la Doncella Cisne es mía.
Gawain miró de reojo a la muchacha. Su delicada mano temblaba, pero sus labios habían esbozado una hermosa sonrisa que se había clavado en él como una flecha. Contuvo el aliento.
El rey se acercó al carro. Gawain tenía que tomar las riendas de aquel asunto; no podía abandonar a la joven al juego del rey. Una vez más, había obedecido su instinto de protección hacia los demás aunque eso le había proporcionado más problemas que honor en el pasado.
Su mayor defecto, y lo sabía, residía en su tendencia a ayudar a todo aquel que lo necesitara, sin importarle lo que pudiera costarle a él. Era una debilidad admitida, y contra la cual no podía hacer nada.
Y, de algún modo. Juliana Lindsay parecía inducirle a comportarse así. El destino los había reunido más de una vez, y en cada ocasión Avenel se había dispuesto a defender la causa de la joven, aunque no la conocía de nada.
El rey Eduardo se acercó más. Gawain inclinó la cabeza:
—Señor, he domado a la Doncella Cisne, como vos pedisteis. Deseo reclamarla como de mi propiedad. —En realidad, lo que quería era obtener la custodia de Juliana y poder así enviarla de nuevo a Escocia.
Para su alivio. Juliana también inclinó la cabeza con modestia. El bonete de plumas y sus dorados cabellos brillaban como una corona y un velo. La joven se tambaleó un poco, y él la asió firmemente por el codo para que no perdiera el equilibrio.
El rey los escrutó a ambos:
—¿Cómo lo has conseguido, si los demás no han sido capaces? ¿Con algún tipo de hechizo mágico? —Se volvió al público, que rió el chiste con aprobación.
—No hay misterio alguno, señor. He obedecido el ejemplo de mi homónimo, Sir Gawain, que mostraba cortesía y amabilidad hacia los demás.
—Es fácil ser cortés con una preciosidad. —El rey miró de cerca a Juliana, levantándole la barbilla con un dedo. Ella volvió la cabeza a un lado en un claro gesto de silencioso insulto.
El rey frunció el ceño:
—¿Y cómo has amaestrado al cisne?
—Con un poco de pan, señor.
—Un hombre práctico. —En el momento que el rey se volvía, el cisne avanzó el pico con un movimiento veloz y le propinó un golpe.
Eduardo gruñó y dio un paso hacia atrás. Alargó la mano para agarrar a Juliana del brazo, pero ella se zafó—. Todavía no están domados, ninguno de los dos —dijo el rey, brusco.
—Lo estarán, os lo aseguro —murmuró Gawain.
—Hazlo, o la tarea será adjudicada a otro caballero.
Gawain asió la cadena de oro que rodeaba el cuello de la joven y tiró levemente de ella:
—Le aseguro a mi monarca que la dama será dócil y obediente, y que hará todo lo que yo ordene —murmuró—. Y también el cisne.
Juliana le miró fijamente mientras Eduardo asentía con aprobación y se alejaba, lenta y desgarbadamente.
—Compórtate —le siseó Gawain a Juliana—. Intenta actuar como si me adoraras. Y mantén en calma a ese cisne tuyo. —Esbozó una ancha y ostentosa sonrisa. Ella la correspondió, apretando los dientes.
El rey se volvió hacia ellos de repente:
—Qué tierno par de pajarillos..., la pálida doncella y su moreno caballero. Con tan sólo una palabra del apuesto joven, la muchacha se convierte en su dulce amante. Una advertencia, señor.
—Decid, alteza —repuso Gawain.
—Recuerda que los escoceses son conocidos por la rapidez con que cambian su lealtad. Puede que pierdas la devoción de la dama sin tan siquiera un aviso. Su compatriota Robert Bruce nos ha mostrado el lado amargo de su fidelidad últimamente, a pesar de que había renovado su voto de obediencia tres veces en audiencia pública..., ah, como precisamente nuestro buen Sir Gawain.
Gawain se puso tenso ante tal inferencia. Eduardo se alejó con paso lento:
—¿Qué te parece que la Doncella Cisne escocesa ofreciera su corazón a Inglaterra? —Miró a Gawain con los ojos relucientes—: Doma a la muchacha, y alecciónala según tu voluntad.
Gawain frunció el ceño:
—¿Que la aleccione, señor?
—Es obvio que no necesitas instrucciones para eso. Una mujer hace todo lo que un hombre quiere si este la maneja adecuadamente.
—Se volvió hacia el gentío, resplandeciente como un bufón al contar un chiste, empapándose en las risas con las manos levantadas. El rey, Gawain se daba perfecta cuenta, estaba totalmente borracho.
El enfurecido silencio del joven hacía juego con la inmovilidad de Juliana.
—Llévatela al norte con una escolta, y exhíbela encadenada con grilletes de oro —dijo el rey—. La cautiva Doncella Cisne mostrada de un lado a otro del país por caballeros ingleses. Servirá de ejemplo.
—¿De ejemplo de qué, señor? —preguntó Gawain con cautela.
—Del perjuicio que la rebelión les causa a los escoceses. Enséñale a la muchacha la lealtad hacia Inglaterra. Nosotros podemos acogerla en el seno de nuestro perdón si ella pronuncia tan hermoso voto como el tuyo. Sabemos que ahora ya entiendes el concepto de la lealtad.
Gawain hizo un esfuerzo por contener su ira:
—Desde luego, señor.
—Entonces, demuéstralo. Enséñale también un hermoso discurso.
—Alteza —dijo Gawain—, la dama no habla.
—Eso es a causa de su espíritu terco y rebelde. Pero se rendirá a tus deseos. Quiero veros a ambos en la corte de nuevo cuando eso esté hecho. —Eduardo lo dijo pavoneándose.
Aquello era una guasa dirigida a él, pensó Gawain, y por la mañana ya estará olvidada. Sintió unas terribles ganas de protestar. Entonces se dio cuenta de que su padrastro y sus hermanastros le estaban mirando con el semblante sombrío. Su familia sufriría si él se mostraba poco cooperador ahora.
—Como gustéis, alteza —repuso Gawain secamente.
—Muy bien —dijo Eduardo—. La muchacha obedecerá a su esposo inglés. Que sea el símbolo de Escocia dominada por Inglaterra.
—El rey sonrió maliciosamente y luego acalló el aplauso con un gesto de su mano.
La mano de Gawain asió con mayor presión el brazo de Juliana, aunque ella intentó zafarse como un halcón. El corazón de Gawain latía muy deprisa:
—¿Su esposo?
—La has reclamado para ti. Cásate con ella, pues.
—Señor —replicó Gawain con aspereza—, yo esperaba ganar su libertad.
—Tu padre me ha pedido ayuda para encontrarte una novia. Esta te irá como un guante. Cuando esté domada, tráela a Carlisle para que demuestre su lealtad. Eso probará también la tuya.
Una novia impuesta como castigo y aplicada como una prueba de lealtad.
—Alteza, he renovado mi voto hacia vos.
—Tu prometida cisne es una rebelde, criada en un nido de rebeldes. Esta sentencia es muy compasiva con ella.
—Desde luego —murmuró Gawain.
—Si demuestra ser leal, será todo un éxito por tu parte. Si se rebela, será tu fracaso.
A Gawain le tembló un músculo de la mejilla:
—Señor.
Los ojos de Eduardo brillaron:
—Ahora márchate y hazle a la joven esta noche lo que nosotros le haremos a Escocia. —Hizo una mueca perversa, y un sinfín de risitas se levantaron de entre el público.
Gawain notó que Juliana se estremecía. Siguió sujetándola del brazo sin mostrar su propia furia.
—Ese pájaro parece suculento. Nos lo cenaremos mañana. Esta noche, tú encontrarás a tu propio cisne tierno y delicioso, sin duda. —Eduardo sonrió de nuevo con malicia, y luego se volvió hacia el chambelán—. Ve a buscar a un sacerdote —le ordenó—. Acabaremos esta fiesta con una boda.
—Por todos los santos —refunfuñó Gawain.
El rey se alejó para hablar con sus consejeros, que se reunieron en torno a él como un ramillete de togas largas y oscuras, relucientes cotas de malla y rostros feroces. Ninguno de ellos se había reído durante el espectáculo, recordó Gawain.
Juliana emitió un gemido, lo más parecido a un sonido que había salido de ella.
—Te he prometido liberarte —le susurró Gawain—. Pero, como ves, no soy precisamente el caballero favorito de Eduardo. Te pido disculpas.
Ella le dirigió una gélida mirada.
Los caballeros abrieron paso al sacerdote, que se acercaba a toda prisa. Gawain se sentía como si le faltara el aliento. Juliana estaba de pie junto a él, muy quieta, tensa, su brazo aún asido por la mano del joven. Detrás, el cisne silbaba de nuevo.
Gawain vio a su padrastro y sus hermanastros a un lado de la multitud. Henry asentía con la cabeza en un gesto que le demostraba su apoyo, pero Gawain no se sintió reconfortado por ello. Estaba a punto de cumplir con un capricho fomentado por la embriaguez del rey y de celebrar una farsa del sagrado sacramento del matrimonio.
Al menos, pensó, podría pagar parte de la deuda de honor que le debía al primo de la joven, James Lindsay. Ahora, Juliana quedaría bajo la protección de Gawain, y él podría enviarla de nuevo a Escocia.
Su conciencia se sentiría un poco aliviada al saber que había ayudado a un miembro de la familia Lindsay.
Por otra parte, su inminente boda con la joven prima rebelde de James Lindsay lo aturdía completamente. Gawain dudaba que la muchacha llegara jamás a desarrollar ningún tipo de lealtad hacia Inglaterra. Los suyos eran rebeldes hasta la médula, y ella parecía ser como toda su parentela. Gawain sospechaba que su inquebrantable silencio era pura terquedad.
El sacerdote entonaba el texto del matrimonio en latín, y Gawain repetía las frases que lo unían a la joven, legalmente y para siempre.
Miró a Juliana. No era la imagen de una novia enamorada, sino claramente furiosa. Tenía las mejillas sonrosadas, los labios apretados, y de sus ojos azules brotaban chispas. En la carreta, el cisne seguía silbando. Una grotesca música de boda, pensó Gawain.
—La muchacha debe decir en voz alta los votos —dijo el sacerdote, alejándose gradualmente del cisne.
Juliana negó con la cabeza.
—Puede asentir, entonces —consintió el clérigo.
Esta vez, Juliana sacudió la cabeza con más vehemencia aún.
—¿Es sorda y muda? —preguntó el oficiante.
—No es sorda —repuso Gawain entre dientes. Juliana levantó la barbilla, desafiante. Él se inclinó hacia ella—: Asiente, Juliana —murmuró. La joven lo miró fijamente—. Cásate conmigo y podré salvar a ese pájaro de la cazuela. —La mirada de la joven se hizo más intensa—. Lo juro —dijo Gawain. Le había prometido muchas cosas en pocos minutos, pero cumpliría esta última promesa fuera como fuera.
El sacerdote repitió los votos. Juliana suspiró y asintió lentamente.
—Muy bien —dijo el clérigo, y luego les dio la bendición—. Puedes besar a la novia —concluyó, mirando a Gawain.
Él se inclinó hacia la joven y le rozó los labios con los suyos. Juliana estaba muy quieta y el roce fue suavísimo. Gawain sintió un breve estremecimiento de placer. La sangre le hirvió y el corazón se le desbocó como si fuera un chiquillo enamorado y azorado.
El rey dio un ligero aplauso de aprobación y se acercó a la pareja:
—Bien hecho —anunció—. Ahora, llévate a tu Doncella Cisne y haz que deje de ser doncella... —Se alejó sonriendo maliciosamente.
—Señor —dijo Gawain—. ¿Puede mi... esposa ser liberada de sus cadenas?
Eduardo le ignoró y les hizo una señal a los músicos para que tocaran de nuevo. Volvió a ocupar su asiento mientras los sirvientes corrían a llenar su copa de vino y a ofrecerle bandejas de golosinas.
Gawain se quedó de pie junto a Juliana, que seguía totalmente callada e inmóvil. Las puertas de la sala se abrieron de par en par y entró el siguiente carro con un enorme castillo hecho de frutas y dulces.
El entretenimiento que Gawain y Juliana habían proporcionado al público ya había llegado a su fin.
Uno de los guardias se acercó a Gawain:
—Puede llevarse a la muchacha con usted, señor, pero sigue siendo una prisionera. Les seguirá una escolta. Mañana por la mañana recibirá órdenes a través de un mensajero. Por ahora, esperaremos en el patio.
El hombre le dio la espalda. Gawain tuvo una idea y lo siguió hasta un lugar donde Juliana no pudiera oírle. Ella se quedó esperando, un tanto tambaleante.
—¡Señor! —Gawain colocó una moneda de oro en la mano del hombre—. Cerciórese de que ese cisne sea llevado al río y puesto en libertad, en lugar de conducido a las cocinas —le dijo en tono sereno pero muy firme.
El guardia asintió, pensativo:
—Por una buena moneda puede hacerse cualquier cosa. Me encargaré de ello. El rey puede comerse a cualquier otro cisne, ¿no es así?
—Y le guiñó el ojo.
—Gracias. —Gawain volvió hacia Juliana y la asió del brazo para llevársela de la sala. Ella miró al cisne con un sollozo, caminando a tropiezos, visiblemente angustiada.
—Vámonos, señora. Venid. —Gawain la condujo apresuradamente hacia la puerta.
Ella se tambaleó, y él se dio cuenta de que sin duda le habían suministrado algún tipo de poción para debilitarla. La levantó en brazos y cruzó con ella las enormes puertas de la estancia.
Pasó a toda prisa junto a sirvientes y carros llenos de platos sucios y restos de comida. Recorrió a zancadas el pasillo iluminado por la luz de las antorchas y bajó las escaleras que llevaban al patio.
La muchacha iba en sus brazos completamente callada. Las cadenas de oro tintineaban al ritmo de los pasos de Gawain mientras bajaban las escaleras. Llegaron al exterior, a la noche negra y lluviosa, y
Gawain la dejó en el suelo. Juliana se apoyó contra su hombro, totalmente fatigada.
—Ya casi está —le dijo él, mirándola.
Apareció un guardia, el mismo con el que Gawain había hablado momentos antes. Les traía los caballos de Gawain, ambos ensillados: Gringolet, un bayo oscuro y fornido de los establos de su padre, y Galienne, un palafrén gris, una yegua tranquila que Gawain solía montar para que el caballo descansara.
—Lo que me ha pedido ya está hecho, señor —dijo el guardia—.
Me he ocupado yo mismo del asunto. Lo soltarán mañana por la mañana.
—Gracias. —El guardia acercó la yegua y Gawain ayudó a Juliana a subir a la silla—. Se llama Galienne —le dijo—. ¿Sabes montar?
Ella le dirigió una mirada que indicaba que la pregunta era ridícula, cogió las riendas con sus manos encadenadas e hizo que el animal girara la cabeza. La lluvia había aplastado las plumas del bonete de Juliana y había convertido su dorada melena en mechones empapados.
Pero enfundada en el vestido de satén blanco la joven seguía con la espalda erguida y con el pulso increíblemente firme sobre las riendas.
Sí, desde luego, pensó Gawain, aquella joven sabía montar perfectamente bien.
Se encaramó de un salto a lomos de Gringolet y lo guió junto a la yegua. Se desabrochó la capa negra, la echó sobre los hombros de Juliana y le cubrió la cabeza con la capucha.
Ella le dirigió una furtiva y cauta mirada.
—Estás empapada —le dijo Gawain simplemente. Su padrastro y sus hermanastros llegaron al patio. Él esperó a que montaran sus caballos.
Sin poder evitarlo, la mirada se le iba una y otra vez hacia su silenciosa, serena y misteriosa recién desposada.